La Andalucía que madruga

La Andalucía que madruga
Segundo Sanz

– «Qué mal está la cosa. Hace una semana fuimos a coger aceitunas y nada más llegar nos encontramos con varios furgones de inmigrantes. Y lo que en principio iba a ser un mes de faena se ha quedado en apenas 12 días. Vaya tela… Ahora entiendo lo que ha pasado con VOX»

– «Pero tío Juan, si tú eres de izquierdas de toda la vida, ¿cómo dices eso? Con esos de VOX es volver a los palos y a la explotación»

– «Y seré de izquierdas hasta que me muera, pero es que esto de la inmigración se ha ido de las manos. Yo no digo que no trabajen, porque de algo tendrán que vivir, pero es que resulta que vienen aquí y terminan quitándonos el jornal»

– «Y eso, ¿no será culpa de los patrones? Porque al final son ellos quienes los contratan»

– «También, pero de algo tendremos que comer y vestirnos o comprar ahora algún regalito para los nietos por los Reyes, ¿no?»

Esta conversación en un pueblo de la Vega del Guadalquivir no es ciencia ficción, sino la pura realidad. Tan dura como ganarse la vida en un campo de adversidades. Y es que el terremoto político que ha sacudido Andalucía no ha venido por la irrupción de lo que llaman extrema derecha, sino por la emergencia de la extrema necesidad.

“A esto había que darle un cambio”, es la frase más escuchada desde el pasado 2 de diciembre entre todo aquel que no tiene el carné del PSOE, está podemizado o es un estómago agradecido –lo será por poco tiempo más– de ese cortijo de chupópteros y enchufados en que el socialismo ha ido convirtiendo la Junta de Andalucía, con una Administración paralela de decenas de miles de trabajadores que dan para gestionar 16 provincias en lugar de ocho. Por no hablar de las cifras de desempleo, siempre en los puestos de cola.

Este voto de cabreo, de desesperación, de sacudida del tablero político, y al mismo tiempo de esperanza, no es algo ajeno a lo que ha ocurrido en otros países europeos o de Occidente. La Andalucía que madruga es, por el momento, el trasunto patrio de lo ocurrido en EEUU con la Deep America –la América Profunda– del trumpismo o en el Viejo Continente con la France périphérique –la Francia periférica– de Marine Le Pen y la Middle England –la Inglaterra media– del Brexit.

Votantes de clase media trabajadora, sin títulos universitarios, afincados en zonas rurales, muy críticos con el Establishment, que quieren un mayor control de la inmigración y que no terminan de ver las ventajas de pertenecer a la Unión Europea (UE). La cuestión está en que este perfil no puede analizarse desde el eje izquierda-derecha, pues el descontento no entiende de etiquetas. Un 10% de los nuevos votantes de VOX en Andalucía confiaron antes en formaciones de izquierdas, mientras que un 20% de esos casi 400.000 apoyos procede de la abstención.

Por tanto, quienes persistan en la demonización del nuevo sujeto político, al que satanizan como “extrema derecha”, que miren primero en sus hogares, en sus familiares, después en lo ocurrido en esas otras potencias mundiales, y que luego reflexionen sobre cómo rebatirlo sin un odio cainita, más propio de otras épocas.

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