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Argentina: ¡cuando la libertad vence al miedo!

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«No hay nada más permanente que una medida temporal del gobierno.» — Milton Friedman

Argentina acaba de vivir un punto de inflexión histórico. Lo que ocurrió en las urnas no es una simple victoria electoral: es una rebelión moral, económica y filosófica contra un siglo de decadencia estatista. La llegada de Javier Milei al poder consolida una idea que durante décadas fue ridiculizada, censurada o tratada como una excentricidad académica. Pero les guste o no a muchos, somos libertarios y ¡la libertad funciona!

Su triunfo no es solo argentino. Me atrevería a decir que es un terremoto que sacude a toda América Latina, y que debería hacer reflexionar a los europeos —especialmente a los españoles— sobre el rumbo suicida que estamos siguiendo bajo el intervencionismo socialista. Cuando el Estado crece, la libertad se marchita; cuando la libertad avanza, el Estado se ve obligado a retirarse. Y ese movimiento tectónico es el que hoy protagoniza la Argentina.

Durante años, el país fue el ejemplo perfecto de cómo destruir una economía próspera a base de populismo, subsidios y controles. El peronismo —esa amalgama de paternalismo, clientelismo y saqueo institucional— convirtió a una de las naciones más ricas del planeta en un laboratorio de pura miseria. Cada crisis era una excusa perfecta para imprimir dinero; cada fracaso, una justificación populista para subir impuestos o inventar una nueva intervención. Y como siempre sucede con el socialismo, la ruina se disfrazó de justicia social.

Frente a eso, Javier Milei encarna algo más que un programa económico. Representa una ruptura cultural. Habla de propiedad privada, de respeto al individuo, de responsabilidad personal y de un Estado que no te roba el fruto de tu trabajo. Habla el lenguaje que Hayek y Mises rescataron de las ruinas del colectivismo europeo. En un continente acostumbrado a mendigar subsidios, Milei tuvo la audacia de decir que el Estado no es la solución, sino el problema tratando a los ciudadanos de adultos que no de víctimas.

Los resultados están a la vista. Tras su victoria, los mercados reaccionaron con entusiasmo: el peso argentino se apreció con fuerza, los bonos soberanos escalaron hasta un 15 % y las acciones argentinas vivieron una de sus mejores jornadas en años. Esa euforia no es ideológica, más bien es la traducción numérica de la confianza de los mercados de activos. Los inversores premian la racionalidad y castigan el despilfarro. La esperanza vuelve cuando los gobiernos prometen menos poder y más libertad.

Y el contraste fue brutal. Apenas semanas antes, cuando el kirchnerismo logró imponerse en Buenos Aires, los mercados colapsaron. El peso se hundió, los bonos se desplomaron y el fantasma de la hiperinflación volvió a asomar. Bastó con la posibilidad de que el viejo modelo regresara para que el dinero huyera, implosionando los dos años de esfuerzos conquistados por Milei. El riesgo del populismo asomaba por la esquina y las hienas esperaban ansiosas el plato para culpar del desastre a Milei. Pues no, Argentina casi se implosiona por el miedo al socialismo, ¡punto! Ese reflejo es universal: el capital no tolera el miedo. Y el miedo, en Argentina, siempre ha tenido nombre y apellido: intervencionismo.

La lección es clara. La libertad económica no es una teoría abstracta sino una condición vital. Las naciones prosperan cuando les dejan trabajar, crear y comerciar. Caen cuando asfixian la producción con impuestos, normativas y privilegios. Milei no inventó nada nuevo; simplemente se atrevió a recordar que el progreso nace del individuo y no del burócrata.

La reacción internacional tampoco es menor. Estados Unidos, bajo la administración Trump, dio un respaldo financiero al peso argentino mediante una operación de compra de divisas valorada en unos 20.000 millones de dólares. La maniobra no está exenta de controversia —y como libertaria, no puedo dejar de verlo como una forma de intervencionismo externo—, pero la realidad es que sirvió para estabilizar la moneda y dar oxígeno a un país que llevaba décadas respirando inflación y que necesitó del capote de Trump, para no implosionar víctima del renacido kirchnerismo bonaerense. Paradójicamente, la confianza internacional volvió no por promesas de gasto, sino por promesas de austeridad.

Milei ha conseguido lo que parecía imposible: que la palabra «liberal» vuelva a tener prestigio político en América Latina. Su desafío ahora es monumental. Desmontar un Estado sobredimensionado, con millones de empleados públicos, subsidios crónicos y sindicatos enquistados, será una batalla tan titánica como necesaria. Pero incluso si fracasa parcialmente, su victoria ya ha dejado una semilla. Ha demostrado que la gente puede perder el miedo a la libertad.

Porque eso es lo que distingue a los líderes de los administradores: los primeros abren caminos; los segundos gestionan ruinas. Milei ha abierto un camino, uno que puede devolver a su país la dignidad perdida. En el fondo, lo que está en juego no es la inflación ni el déficit, sino algo más profundo: la relación entre el individuo y el poder.

El kirchnerismo prometió igualdad y entregó miseria. Prometió justicia y repartió privilegios. Prometió patria y construyó clientelas. Milei promete libertad, y por primera vez en mucho tiempo, una mayoría de argentinos ha decidido creer en sí mismos y no en sus políticos. De eso se trata, de despertar leones y no de pasturar a corderos.

Desde España, deberíamos mirar esa revolución con humildad. Porque el modelo que Milei intenta derribar en Argentina es el mismo que aquí sigue creciendo, disfrazado de progresismo. Nuestro país se desliza cada día más hacia el dirigismo, el control y la dependencia. Nos hemos acostumbrado a que el Estado sea omnipresente: decide qué energía puedes usar, cuánto puedes ahorrar, cómo debes educar a tus hijos y hasta qué palabras son aceptables. Y mientras tanto, la deuda sube, la productividad cae y la libertad se encoge.

Argentina ha dicho basta. Nosotros, todavía no. Pero el ejemplo está ahí, latiendo. Cuando un pueblo decide que ya no quiere vivir arrodillado ante su gobierno, empieza la verdadera recuperación. No es una cuestión de partidos, sino de principios. El enemigo no es la izquierda ni la derecha: el enemigo es el Estado.

Milei ha puesto el dedo en la llaga del siglo XXI: la inflación no es un fenómeno monetario, sino moral. Es el reflejo de una sociedad que gasta más de lo que produce y exige más de lo que entrega. Su mensaje, por tanto, va más allá de la economía: es una llamada a la responsabilidad. A entender que no hay libertad sin mérito, ni prosperidad sin esfuerzo.

En Buenos Aires ya se siente ese aire nuevo. Las calles están lejos de ser un paraíso liberal, pero algo ha cambiado: la gente empieza a entender que el progreso no depende de los subsidios, sino de su propia capacidad para crear valor. Y eso, para un país que llevaba medio siglo mirando al Estado como salvador, es una revolución silenciosa.

Quizá por eso mientras los mercados lo celebran, los burócratas tiemblan y los socialistas se revuelven. Porque Milei no representa una ideología pasajera, sino un principio eterno, tan simple como que  la libertad siempre acaba ganando.

Gisela Turazzini, Blackbird Bank Founder CEO

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