Triana, punto y aparte
Sigo en Sevilla por exigencias del guion. Ya queda poco para el merecido descanso, aunque de este espacio no me libro, así que tendrán que seguir soportándome las mañanas de los martes (o, aún mejor, las noches de los lunes). Ya sé que lo hacen encantados, tampoco vamos ahora a dramatizar este encuentro. Mientras mis hijos están repartidos por Europa, aireándose y bebiendo nuevos vientos; mi marido y yo seguimos sevilleando hasta final de mes. Gracias a esta realidad pude ver anoche, en Triana, cómo el periodista José Yélamo pronunció el pregón que daba inicio a una de las fiestas más antiguas del sur de Europa: la Velá de Santiago y Santa Ana, más conocida como velásantana o veládetriana. Una fiesta junto al río llena de alegría, deporte y tradiciones. Casi ná.
Todo lo que allí sucede tiene su enjundia. Por ejemplo, se va a premiar al tenista Carlos Alcaraz, haciéndole trianero adoptivo. Claramente, Alcaraz estará en París para los Juegos Olímpicos y no podrá venir, pero ¡no me digan que no queda bien! Además, por lo visto, su abuelo nació junto al Guadalquivir, que no es poca cosa. Yo sé de una que fue aún más allá, naciendo en el mismito río. Su madre se puso de parto volviendo de Sanlúcar y no le dio tiempo a llegar a Sevilla, así que a la niña le pusieron de nombre Cucaña, porque fue un parto fácil gracias a que se hincó un palo verticalmente en la orilla para que no se moviera la embarcación. María Cucañita García se bautizó en Nuestra Señora de la Guía, una ermita muy acogedora, humilde y sencilla.
Siguiendo con la actualidad de esta tierra, les cuento que la calle Betis era anoche un hervidero de gente autóctona, celebrando lo suyo. Me llamó la atención una mesita retirada del bullicio, en la que estaba sentada una señora con un niño de unos once años. Al pasar a su lado, pude oír lo que decía: «Abuelita, si yo ahora mismo te hiciera una foto, verías que no tienes ni una arruga». Me giré para mirar a la afortunada abuela y era la versión humana de una pasa sultana. ¡Qué maravilla de chiquillo! Era para aplaudirle y darle a él el premio de trianero del año, porque estoy segura de que lo decía de verdad, de corazón y con rotundidad: «¡Mi abuela no tiene arrugas, y punto!».
Tras la experiencia trianera a pie de calle, en una casa con unas vistas espectaculares al río nos invitaron a tomar un queso de leche de oveja curado en unas botas que antes contenían vino oloroso: el queso de Sherry Cask, que ha recibido en su cortísima vida los mejores premios gourmet. Un queso artesano de autor, desarrollado en la cava subterránea de una viña histórica en Jerez, para ser degustado una noche de verano a treinta y tantos graditos, viendo desde el balcón las casetas verdiblancas hasta la bandera, junto al río. Parecía aquello un teatro o una herencia santa, la fiesta de una raza, la del trianero.
Nada de opulencia, ni de querer aparentar. Esta fiesta nació del espíritu optimista y generoso de los que vivían a ese otro lado del río, de sus sabias soluciones para lidiar con el calor. Como dijeron los hermanos Álvarez Quintero, ¡viva la tierra que tiene, en cien colmenas humanas, más artífices que majos, más obreras que beatas! Una bellísima noche de luna llena, con el río como telón de fondo y el aroma de su brisa embriagando a diestro y siniestro, refrescando y animando a seguir celebrando la vida. Y el puente de Triana, rotundo y soberbio, coronando la fiesta. Un sentir sublime me acompañó toda la noche. La pasión en Triana tiene otro color y … otro sabor.