Spain is out
Nunca antes un nombramiento de la persona al frente del Ministerio de Asuntos Exteriores había malogrado tanto y tan rápido la reputación de España en el exterior como el de la actual ministra, Arancha González Laya. Todavía recuerdo como en las primeras horas de su designación, allá por el mes de enero, cuando incluso exministros del PP como García Margallo, Ana Palacio o Josep Piqué acogieron con satisfacción la noticia. Se llegó a decir que por su experiencia era el perfil idóneo para la defensa de los intereses económicos de España en el escenario internacional. Seis meses después, y a los hechos me remito, no ha habido ni una sola contribución positiva de la ministra. Todo puede resumirse en una palabra: inanidad.
El veto del gobierno británico y de decenas de países desde dentro y fuera de Europa al sector turístico, que va a causar catastróficas pérdidas, es el espolón de proa del fracaso de la diplomacia española con González Laya al frente. Es incomprensible que, en las actuales circunstancias del coronavirus, con las alertas existentes desde el Departamento de Seguridad Nacional, con la supuesta información que llega desde las embajadas o con sólo leer los periódicos o ver la BBC no hubiese un plan de contingencia trazado para evitar las cuarentenas a todos los ciudadanos llegados desde nuestro territorio, así como las prohibiciones de viaje.
Hay responsables públicos que saben anticiparse a los problemas, que son capaces de preverlos y que, sin hacer ruido, se mueven con astucia hasta conseguir evitarlos. Por el contrario, hay dirigentes que asisten impasibles, indolentes y pasivos a la ola del tsunami que se avecina, esperando que a ellos no les arrastre, bien porque creen que no va con ellos, o bien porque la embriaguez de frenesí de una noticia halagüeña les amojama. La pérdida del prestigio de la imagen de España como destino turístico no es una cuestión puramente del Ministerio de Industria, Comercio y Turismo. La defensa de un sector que representa más del 12% del PIB y da trabajo a casi tres millones de personas es una cuestión de interés nacional y, por tanto, el Ministerio de Asuntos Exteriores tenía que haber trabajado anticipándose a los escenarios posibles y a sus diferentes consecuencias. ¿Para qué nos sirve también un secretario de Estado como Miguel Muñiz al frente de lo que llaman España Global si no sabe defender los intereses estratégicos españoles en el mercado internacional?
De temeraria podría calificarse la política del Gobierno. Las pruebas son innumerables. Ocurrió con la salida de Nissan de la planta de Barcelona y la probable pérdida de 25.000 puestos de trabajo que se vislumbraba desde hacía meses pero que la diplomacia económica del Ministerio de Exteriores no hizo nada por evitarlo, más allá de una foto en Davos hace unos meses; se produjo también con el ridículo de la candidatura de Nadia Calviño a presidir el Eurogrupo y que suponía engrasar la maquinaria diplomática en Bruselas y otras capitales europeas, o la propia de González Laya, que quiso postularse para dirigir la OMC pero que ante la falta de apoyos fuera de España prefirió no verse luego excluida; así como en las relaciones con vecinos o aliados: EEUU nos ignoró, Holanda nos humilló, Suecia nos dio la puntilla y Turquía nos desautorizó.
El panorama es desolador. Ni hemos estado a la altura de lo que se espera de una potencia mediana como España, ni nada indica que vaya a mejorar. La campaña de verano para el turismo está perdida y la economía se hundirá aún más en el tercer trimestre. Todo ello es fruto del mal que aqueja a los gobernantes cortoplacistas, que se ponen tan beodos de entusiasmo cuando superan una curva que luego son incapaces de ver la siguiente. Acaban por estrellarse.