La segunda década ominosa de España

Entre 1823 y 1833, España vivió el regreso del absolutismo, una segunda restauración despótica tras un trienio liberal que resultó tan corto como infructuoso, en una nación que aún no estaba preparada para librarse de las cadenas que le ataban a las costumbres y maneras del Antiguo Régimen. El retorno de Fernando VII, el rey felón, abrazado a la mitad del pueblo que gritaba seguridad y leyes viejas antes que libertad y progreso, fue tan pernicioso como reparador para quienes consideraban el poder un don de origen divino. España eligió la penumbra arancelaria de una moral caduca y unos gobiernos inestables, que marcarían la centuria hasta su etapa final, cuando bajo el turnismo primero y el regeneracionismo después, la nación parecía encauzar sus vaivenes golpistas y las guerras civiles que asolaron al otrora, ya por entonces decadente, imperio. Como se demostró tiempo después, la historia siempre se empeña en resucitar cuando menos conviene.
En la semana que enterramos al «Papa de la periferia», como se conocía a Francisco, otro gobernante felón decidió no presentarse al funeral en el Vaticano, como sí hicieron el resto de líderes del mundo, dentro de su estrategia bunkerizada de salir lo menos posible a la calle, y rodearse sólo de mitineros y palmeros que glorifiquen con aplausos sus andanzas autócratas. Hablo, ya entienden, de su Sanchidad, Pedro, quien actúa como los dictadores todopoderosos de los que su asesor Zapatero se beneficia, pero cuya presidencia empieza a parecerse peligrosamente a la norteamericana en el segundo mandato del inquilino de la Casa Blanca: un pato cojo que espera su crepúsculo y al que sólo le queda el cadalso.
En esta nueva década ominosa que vive España desde que llegó Pedro I el felón, se ha socavado la democracia y sus cimientos e instituciones como nunca, eliminando los contrapesos legítimos que vigilan al poder ejecutivo. Sánchez, espejo putinesco, maduro y norcoreano, controla la Fiscalía General del Estado, el Tribunal Constitucional, Radio Televisión Española, Telefónica e Indra. Es decir, controla al que debe encausarlo en caso de delito (lleva varios cometidos, y su entorno, también), a quien debe dirimir si sus fechorías vulneran y violan la Constitución (lo hace cada día; la última: no presentar presupuestos, como rige el artículo 134 de la magna carta), al ente que debe informar con rigor, objetividad, transparencia y veracidad sobre sus políticas, y en cambio, actúan sus periodistas de comisarios mediáticos sobornados con dinero público, las telecomunicaciones que controlan la información del ciudadano y la tecnología que vela por la limpieza y transparencia institucional. A simple vista, todo atado y bien atado.
La estrategia de colectivizar la desidia y que los escándalos acaben cansando al ciudadano le permiten agarrarse al sillón a pesar del tufo irrespirable de sus declaraciones y actuaciones. Mientras nadie le frene y tenga a medio país a sus pies, ejercerá como Fernando VII antaño, vendiendo España a sus enemigos y esquilmando las arcas para sus íntimos. El próximo saqueo público irá a parar a los bolsillos del nuevo presidente de Indra, amigo del Presidente, quien obligará a todos los españoles a que paguemos la compra de la antigua empresa de su colega, que será el encargado de calcular el valor de la misma. Un nuevo hurto y otra nueva impunidad.
Sorprende la pasmosa facilidad con la que Sánchez consigue sus propósitos y proyectos sin que nadie le pare los pies. Igual que al rey felón, al presidente de igual epíteto también se las ponían así. Doscientos años después, parece que, ni España, ni los españoles, han cambiado lo suficiente.
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