El Rey y el rey

Rey Juan Carlos
Felipe VI y su padre, el Rey emérito Juan Carlos.

«The right to be alone» («El derecho a estar solo») es la esencia de cualquier régimen liberal, de la LIBERTAD en mayúsculas. Es lo que en nuestra Constitución denominamos intimidad o privacidad. Ese sacrosanto espacio en el que nadie puede entrar, fisgonear, ni tan siquiera opinar. Derecho a estar solo… o acompañado sin intromisiones ajenas, ya sea de la prensa o de ese papá Estado que a veces toma la forma del peor de los acosadores en las dictaduras revestidas de democracia o en las democracias en peligro. Este maravilloso concepto fue acuñado por dos juristas estadounidenses, Samuel Warren y Louis Brandeis, en 1880. Su publicación en la revista jurídica más importante del planeta, la Harvard Business Review (la misma que, por cierto, dirigió Barack Obama), está considerado uno de los grandes hitos en el avance de los derechos civiles en los Estados Unidos.

Desde ese estricto punto de vista, publicar con quién se acostó o se dejó de acostar el rey Juan Carlos representaría un atentado contra ese sacrosanto derecho a la intimidad del que goza cualquier ciudadano. Se llame Juan Carlos I o Perico de los Palotes. A un servidor le importa un pepino si el anterior monarca yacía con Bárbara Rey, Corinna o la lucera del alba. Del jefe del Estado para abajo todos somos iguales en este apartado. Porque, además, si algo ha caracterizado a nuestra democracia positivamente en los últimos 40 años ha sido ese respeto inmaculado a las cuestiones personales, íntimas. Todos sabíamos o intuíamos con quién se acostaban nuestros prohombres (desde el rey hasta el presidente pasando por el más vulgar de nuestros ministros o ministras) pero nadie osaba publicar una sola línea al respecto.

Esa ley no escrita se ha cumplido a rajatabla. Sin excepciones. Algo que nos dignifica como nación y como sistema democrático. Cuando veías la que le liaban al Príncipe Carlos, a Lady Di o a Bill Clinton, al que le urdieron un impeachment por las felaciones de marras con la becaria en el Despacho Oval, te congratulabas de vivir en un país mejor en un terreno esencial que sirve de perfecto barómetro para analizar cualitativa y cuantitativamente el estado de salud de un sistema de libertades. El único (lógico) límite que nos ponemos los periodistas en este país todavía llamado España es el Código Penal. Si una relación íntima de un personaje público infringe nuestras leyes, bien porque haya menores de por medio, bien porque se produzcan episodios de maltrato, el derecho a estar solo se convierte automáticamente en el derecho a estar acompañado de informadores, policías, jueces y fiscales.

Puntualizado todo lo cual, ganas tenía de entrar en harina del caso Bárbara Rey. Entre otras razones, porque debo una explicación a lectores como Mariló Bueno o Iván Pi, que han criticado tan amable como constructivamente nuestras noticias sobre las derivadas de una relación que en sí misma nos importa un pepino. A Mariló y a Iván he de matizarles que coincido con su visión de Juan Carlos I como un hombre para la historia por su pilotaje de una Transición que pintaba violenta y terminó mejor que bien siendo envidia de los mejores países del mundo y no digamos ya de los que aspiran a serlo. Hasta ahí todo Ok. Lo que era hasta entonces un asunto privado que no hubiera merecido una línea en nuestras páginas se transformó en cosa pública cuando el Ronaldo (el 9 ó el 7, elijan) del periodismo de investigación, Manolo Cerdán, arrojó encima de mi mesa los documentos que prueban los ingresos que efectuó el CESID en Luxemburgo para adquirir el silencio de la favorita de Juan Carlos de Borbón y Borbón.

Mis cero dudas se transformaron en ninguna cuando certificamos que el pastizal (26 millones de pesetas al mes de la época, que no los ganaba ni Emilio Botín) provenía de los fondos reservados. Partidas que, por su propia naturaleza, están concebidas para comprar confidentes, luchar contra el yihadismo, contra el crimen organizado o contra la banda terrorista ETA cuyo daño los podemitas intentan relativizar en un negacionismo o revisionismo que se antoja similar al de Le Pen con los 6 millones de judíos de la Shoah. Conviene no olvidar que en 1996 y 1997, años de los pagos a la artista de Totana, los amigos de los amigos de Iglesias y Monedero asesinaron a 18 personas, entre otras, el socialista Fernando Múgica, el popular José Luis Caso y ese santo laico que es y será siempre Miguel Ángel Blanco.

Ahí es donde yo dije: «Adelante». Y lo haremos siempre que la noticia en cuestión no forme parte stricto sensu de la privacidad. El dinero del contribuyente no está para adquirir la omertà de la novia de nadie. Tampoco los edificios públicos, en este caso uno de los muchos chalés o pisos francos de los servicios secretos, están para que nadie dé rienda suelta a sus legítimos deseos de placer. Que se busque otras alcobas. En casa de un amigo, en un picadero alquilado ad hoc o a 2.000 kilómetros de distancia como hacía en los 90 cuando no estaba para firmar los nombramientos del Gobierno.

No menos importante es que el CESID grabase las escenas amatorias de Juan Carlos de Borbón y Borbón y María García García. Lo cual viene a archirratificar que los servicios de inteligencia eran a la sazón una suerte de Estado dentro del Estado más propio de los Estados Unidos de Hoover o de la narcodictadura de Maduro que de un país respetable. No menos bemoles tiene la antítesis de cuanto estamos recordando: que la propia vedette grabase más películas de sus aventuras kamasútricas que las que se ruedan en España en un año. ¿Dónde estaban los servicios de seguridad de la Casa Real? Mucho me temo que a por uvas. Cuando un presidente estadounidense duerme fuera de casa se limpia la habitación previamente para cerciorarse de que no hay micros, cámaras o explosivos. Y teóricamente eso mismo se hace por estos lares con nuestros primeros ministros y nuestros reyes…

Jamás comentaré ni se publicará una sola línea en este libérrimo medio de comunicación sobre la que se definió como «amiga entrañable» de Don Juan Carlos: Corinna Larsen. Cosa bien distinta sería que los rumores sobre tan presuntas como nada éticas actividades tornen en verdad incontrovertible. En ese caso no tardaré ni un segundo en poner negro sobre blanco. Caiga quien caiga. Pero hasta entonces que cada uno haga con su cuerpo lo que le venga en gana. Que para eso vivimos en un país libre… de momento.

Lo de Bárbara Rey se sabía y se contó hace 20 años pese a la autocensura o censura (nunca supe bien con qué opción quedarme) semifeudal instaurada en la Transición y que impedía de facto, que no de iure, que es peor, soltar una crítica a la institución. Prohibido estaba hablar de los dineros y mentar los amoríos. Si bien esto último es relativo porque no fueron pocos los que implícita o explícitamente subrayaban los nada irreales flirts del jefe con la que Luis María Anson denominaba «la gaya Marta», con la enorme periodista británica Selina Scott y con un tan largo como bello etcétera. De aquellos polvos de la censura vienen estos lodos. Pasado el tiempo, superada esa etapa de democracia mínimamente vigilada, pero vigilada al fin y al cabo, todo ha reventado a la vez.

Ésta es la mala noticia. Porque en el fondo es una pésima nueva conocer que la más alta magistratura estaba al albur de cualquier chantajista y que los espías se dedicaban a tapar los agujeros de información íntima con los duros de todos. La buena es que el sucesor va a acabar haciendo malo al sucedido. Don Felipe es compulsivamente honrado (tres cuartos de lo mismo sucede con la Reina), serio sin caer en la cursilería o la bobaliconería, metódico, currante, formado e inteligente. Me da que no vamos a tener que lamentarnos de esa frase tan en boga ahora con los Trump, Le Pen, Iglesias y cía: «Cualquier tiempo pasado fue mejor». Estamos potencialmente ante el mejor Rey de la historia. Crucemos los dedos para que las borbonadas no lo impidan. Que se imponga su sangre germánica. Que, como sucede con los coches de esa nacionalidad, siempre son más seguros a corto, a medio y a largo plazo.

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