¿A quién le interesan los Tribunales de Instancia?
Definitivamente ha entrado en vigor ese engendro normativo que el Gobierno ha decidido presentar bajo el envoltorio amable de la «eficiencia del servicio público de justicia». La Ley Orgánica 1/2025, de 2 de enero, no es — como se pretende— una mera reforma organizativa ni una actualización técnica del aparato judicial: es un cambio de paradigma que afecta al corazón mismo de la jurisdicción en su primer nivel y, sobre todo, a la posición institucional del juez.
Se nos dice que hay que «modernizar», «coordinar», «optimizar recursos». Palabras huecas, repetidas hasta la saciedad en memorias explicativas y discursos ministeriales, que esconden una idea mucho más inquietante: la progresiva despersonalización del juez como figura central del juzgado, como referente visible de independencia, responsabilidad y liderazgo moral. El viejo juzgado —ese espacio reconocible donde el ciudadano sabía quién resolvía su conflicto y a quién podía atribuir la decisión— es sustituido ahora por una estructura colegiada, difusa, fragmentada en secciones, integrada en un abstracto Tribunal de Instancia que diluye nombres, rostros y responsabilidades.
El tránsito del modelo unipersonal al modelo colegiado no se hace aquí para reforzar garantías —como sucede en instancias superiores— sino para homogeneizar, gestionar y, en último término, burocratizar la función jurisdiccional. El juez deja de ser «el juez del Juzgado X» para convertirse en una pieza intercambiable dentro de una sección, sometida a repartos internos, criterios de productividad y lógicas de gestión propias de una administración, no de un poder del Estado. La justicia deja de presentarse como un acto de autoridad independiente para pasar a exhibirse como un «servicio» más, medible, cuantificable y, si se tercia, corregible desde parámetros políticos.
No es casual que esta reforma se produzca en un contexto de desconfianza explícita hacia la judicatura. Cuando desde tribunas oficiales se cuestiona la imparcialidad de los jueces, se banaliza la separación de poderes o se insinúa que la justicia es un obstáculo para la acción del Ejecutivo, la reorganización estructural de los tribunales deja de ser neutral. El mensaje subyacente es claro: menos juez, menos personalidad institucional, menos capacidad de resistencia. Más estructura, más engranaje, más anonimato.
La sustitución de los juzgados por secciones no cambia formalmente las competencias —que se trasladan miméticamente a los nuevos artículos de la Ley Orgánica del Poder Judicial—, pero sí altera profundamente la cultura judicial. Donde antes había un órgano identificado, ahora hay un ente colegiado; donde antes había un juez responsable, ahora hay una organización. Y cuando la responsabilidad se diluye, también se debilita la independencia real, no la proclamada en los textos legales.
Se dirá que todo esto es «poner a España en la conversación europea», que otros países funcionan así, que los servicios comunes son inevitables. Argumentos de manual, propios de quienes confunden gestión con jurisdicción. Porque la justicia no es una cadena de montaje ni un centro logístico. La justicia es decisión, conflicto, autoridad y garantía. Y eso exige jueces visibles, no funcionarios togados integrados en organigramas.
¿A quién le interesan, entonces, los Tribunales de Instancia? Desde luego, no al ciudadano que busca amparo efectivo y comprensible. Tampoco al abogado que defiende derechos ante un juez identificable y responsable. Le interesan, fundamentalmente, a un poder político incómodo con jueces fuertes, con juzgados que tienen nombre y apellido, con resoluciones que no se pueden diluir en la abstracción organizativa.
Esta reforma no nace del respeto a la judicatura, sino de la
desconfianza hacia ella. No persigue fortalecer el Poder Judicial, sino domesticarlo bajo la coartada de la eficiencia. Y eso, en un Estado de Derecho maduro, no es modernización: es empobrecimiento institucional. Por mucho que se disfrace de progreso, huele a mediocridad legislativa y a un profundo desconocimiento —o desprecio— por lo que significa juzgar y hacer ejecutar lo juzgado.