Que Sánchez se está cargando la democracia no lo digo yo, lo certifica ‘The Economist’

Que Sánchez se está cargando la democracia no lo digo yo, lo certifica 'The Economist'
Pedro Sánchez y Hugo Chávez.

Hubo un tiempo, tal que los años 60, 70 y 80 del siglo pasado, en los que Venezuela era el faro económico y democrático abajo el Río Grande. Era un país riquísimo consecuencia de ostentar las mayores reservas petrolíferas del mundo por encima de Arabia Saudí y un Estado de Derecho consolidado, próximo al estadounidense y a los europeos y desde luego a años luz del resto de las naciones iberoamericanas que cuando no estaban gobernadas por sátrapas asesinos, caso de Argentina o Chile, veían cómo les vendían como democracia regímenes de cuasipartido único, con el PRI mexicano de ejemplo paradigmático.

Los venezolanos recuerdan, ahora que se encuentran bajo la bota del narcodictador y filoterrorista Nicolás Maduro, lo que espetaban en los albores del chavismo cada vez que un extranjero les mentaba la bicha, “vais a acabar como Cuba o Nicaragua”. Palabra arriba, palabra abajo, la frase representaba ya un lugar común:

—Eso es imposible, ese caldo de cultivo de las tiranías que es la pobreza no se da en Venezuela, somos la nación más rica de Iberoamérica, y además nuestro Estado de Derecho es muy sólido y la separación de poderes está razonablemente arraigada—.

Les sucedía lo mismo que a los cornudos y a las cornudas, que se piensan que es imposible que el amor de su vida les engañe con otro, otra u otre y, además, son siempre los últimos en enterarse. O lo que acontece en tu vida cuando un colaborador se vende al enemigo, que no terminas de creértelo por muchas pruebas que te pongan encima de la mesa. La fortaleza del sistema judicial venezolano hacía prever que el asesino Hugo Chávez lo tendría entre difícil e imposible. Es más, la Justicia resistió como pudo pese a que Hugo Chávez entró fuertecito en el Palacio de Miraflores cargándose por sus bemoles la Constitución de 1961 y promoviendo una Asamblea constituyente.

Chávez culminó su asalto al poder judicial en 2005 tras modificar el sistema de elección de los miembros del Tribunal Supremo

El siguiente paso consistió en demoler la Corte Suprema, botar a todos sus integrantes e instaurar el Tribunal Supremo. Buena parte de los nuevos magistrados de esta institución de nuevo cuño resistieron, entre otras razones, por dignidad, por apego a la legalidad y porque sabían perfectamente quién era el pájaro: un tipo que si bien es cierto que había aterrizado democráticamente en el poder en 1999, no lo es menos que lo había intentado previamente a las bravas con ese golpe de Estado de 1992 conocido por el ilustrativo nombre de El Caracazo.

Hasta que un día el comandante se hartó de que no le dieran sistemática y unánimemente la razón y perpetró ese golpe silencioso que supone siempre cambiar por decreto las reglas de juego establecidas históricamente. El repugnante personaje logró su objetivo en 2005 tras modificar el sistema de elección de los miembros del Tribunal Supremo: se pasó de una mayoría cualificada de dos tercios en la Asamblea Nacional a una absoluta, esto es, de la mitad más uno de los diputados. Y el número de magistrados se incrementó de 20 a 32 por el artículo 33 para conseguir la mayoría chavista que no habían podido obtener por las buenas.

Todo lo que ha venido después es lo propio de una dictadura: supresión de los derechos humanos y las libertades fundamentales, cierre por decreto de medios críticos, encarcelamiento de opositores y periodistas, expropiación de propiedades y empresas para quedárselas ellos, ejecuciones extrajudiciales y furiosa represión de las manifestaciones de la disidencia con un balance ya de cientos de muertos en las calles de las principales ciudades del país.

El contraste de esa Venezuela próspera y libre con la paupérrima y encadenada de nuestros días me vino a la memoria esta semana al leer ese informe sobre la calidad de las democracias mundiales que cada año difunde una de las publicaciones más respetables, The Economist. Una revista que, dicho sea de paso, no se casa con nadie. La revista con sede en Londres creó en 2006 un índice, basado en diferentes parámetros, para vigilar los sistemas de gobierno en todo el mundo.

La democracia española logró las mejores calificaciones en el ecuador de la era de un Mariano Rajoy al que no se ha hecho justicia

España superó ampliamente en los primeros 15 años el corte situándose año tras año como “una democracia plena” con una nota media próxima al sobresaliente: un 8. Es decir, como un Estado con separación de poderes, alternancia en el poder, medios libres, respeto total a los derechos humanos, libertades fundamentales garantizadas y no demasiada corrupción. Por cierto: las mejores calificaciones las obtuvimos en el ecuador de la era de un Mariano Rajoy al que no se ha hecho justicia con un 8,3 en 2015 y 2016. Por primera vez en tres lustros, hemos pinchado. El Reino de España ha experimentado un downgrade al situarse como “democracia defectuosa [flawed democracy]”, pasando del 8,12 de 2020 al 7,94 con el que hemos cerrado 2021. Nada que unos pocos no hayamos advertido en los tres años y medio que llevamos de sanchismo y, muy especialmente, tras el advenimiento de la coalición socialcomunista en noviembre de 2019.

The Economist, la biblia del capitalismo mundial, incide en esa gran cuestión que para mí es crucial a la hora de determinar si un régimen es democrático o no: la separación de poderes y, más concretamente, la independencia judicial. Critica explícitamente el sistema de elección del CGPJ, que cumple ya tres años sin renovarse, e implícitamente ese intento de Iglesias y Sánchez de finiquitar el sistema de mayorías reforzadas para dejarlo en uno por mayoría simple como el que permitió a Chávez asaltar y, sobre todo, controlar ad aeternum el poder judicial en Venezuela. La publicación británica lo puede decir más alto pero no más caro: “La caída a ‘democracia defectuosa’ se debe principalmente al bajón en los ratios de independencia judicial”.

La revista resalta que España inició la senda a “democracia defectuosa” en 2017 con motivo del 1-O Cataluña, “en el que los políticos independentistas actuaron inconstitucionalmente”. Un palo a esa izquierda que ampara, perdona o relativiza el tejerazo y una enmienda a la totalidad a los indultos por conveniencia de Pedro Sánchez. Y el enésimo aval a quienes, como Felipe VI, se opusieron por ilegal al golpe de Estado.

El tercer pero es muy simple: “La progresiva fragmentación parlamentaria”. A buen entendedor, sobran palabras. A nadie se le escapa que se trata de una defensa encubierta de ese bipartidismo que funcionó a las mil maravillas durante cuatro décadas, con un partido socialdemócrata y otro liberal de centroderecha turnándose en el poder, y de una censura al surgimiento de partidos antisistema a los que etiquetamos con ese eufemismo que esconde toda suerte de tics totalitarios, “populistas”. Está claro que la normalización del partido político descendiente de ETA (Bildu), del que representa a los golpistas catalanes (ERC) y de los sicarios de Maduro (Podemos) no ha ayudado precisamente en el examen de 2021.

Pensar que la democracia es tierra conquistada resulta una imbecilidad porque es algo que hay que defender todos los días

La última pata es un clásico cada vez que se pasa revista a España: la corrupción o, para ser más exactos, lo que The Economist denomina con un toque literario “letanía de escándalos de corrupción”. Aunque no lo cite, resulta perogrullesco que alude esencialmente a las cuentas en paraísos fiscales y al cobro de comisiones de Juan Carlos I, que siguieron de plena actualidad el año pasado. También a esos casos protagonizados por las anteriores cúpulas del PP, una historia interminable que cumple ya 13 años, y a unos ERE socialistas que pasan por ser el mayor saqueo de fondos de la Europa contemporánea en términos absolutos tras el de los Pujol, naturalmente. ¡Ah! Se me olvidaba: y también a las chorizadas de los sindicatos con los cursos de formación y al reguero de episodios de financiación ilegal por parte de Podemos con Neurona como eje vertebrador y con Venezuela como regante número 1 e Irán como segundo de la fila.

La última frase del apéndice español es un aviso a un navegante llamado Pedro Sánchez, que no ha dudado en pactar con toda ralea de independentistas con tal de seguir yendo en Falcon. The Economist sitúa como cuarta causa de que España haya dejado de ser una democracia plena “el crecimiento del nacionalismo regional en Cataluña planteando desafíos a la gobernanza”. Aquí el nacionalismo y el separatismo es políticamente correcto, guay, cool, sexy, molón si me apuran, y la constitucionalísima Vox “facha”, pero en las naciones serias se considera de extrema derecha a las formaciones nacionalistas por su ADN inequívocamente racista, xenófobo y supremacista. Vamos, lo obvio.

Siempre nos quedará la Unión Europea. Si no fuera por Bruselas esto podría acabar en Guerra Civil, en tiranía bananera modelo Venezuela o versión Perú o en una autocracia como la de Putin o la de Erdogan y sin el Banco Central Europeo estaríamos en suspensión de pagos hace tres años. Holandeses, alemanes, franceses, daneses, suecos, finlandeses e incluso italianos no permitirán jamás que esto devenga en algo peor, entre otras razones, porque el efecto dominó estaría servido y porque se creen esto de la democracia. Sánchez es un peligro para el único acierto de nuestra convulsa historia: el sistema constitucional. Si con 120 míseros escaños hace lo que hace, no quiero pensar lo que ocurriría si sumase los 202 del Felipe del 82. Hay que echarlo en las próximas generales antes de que se convierta en un Putinito.

Conviene no tomarse a beneficio de inventario el recado de ese árbitro imparcial que es The Economist. Así como la confianza en “no terminar jamás como Cuba” mató a nuestros hermanos venezolanos, la nuestra al asegurar tajantemente que “la bolivarianización es imposible en España” es suicida porque nos pueden pillar en el momento menos pensado con la guardia baja. El totalitarismo nunca descansa. Pensar que la democracia es tierra conquistada resulta una imbecilidad porque es algo que hay que defender con uñas y dientes todos los días, básicamente, porque el despotismo anida en el fondo del alma de la mayor parte de los seres humanos. Como dice la canción de Joan Manuel Serrat: “Para la libertad sangro, lucho, pervivo / Para la libertad, mis ojos y mis manos / Como un árbol carnal, generoso y cautivo / Doy a los cirujanos”. Pues eso.

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