El periodismo en los tiempos del cólera

El periodismo en los tiempos del cólera

El quinto de los pecados capitales es el más peligroso. Insaciable la ira, en su apetito de venganza, se retroalimenta sin pudor de todo aquello que identifica como amenaza aún cuando la evidencia demuestre lo contrario y hacerlo resulte perverso. Para muestra el temporal desatado por algunas ediciones digitales al hilo de la ‘Operación Hanta’, sólo así se comprende que una pieza separada de un procedimiento judicial se convierta en noticia de primera página para según qué medios. La investigación de Mauricio Casals en el caso ha sido la excusa perfecta para los enemigos de Atresmedia. Quienes todavía conservamos, casi intacta, la capacidad de sorprendernos seguimos escandalizados por esa masiva tendencia a convertir en portada las inquinas personales de los que creen que influencia ha de vincularse, necesariamente, con oscurantismo y arrogancia.

Que alguien como Casals acumule detractores no es extraño —hombre fuerte en el universo mediático—, su prestigio se ha forjado simultáneamente con la consolidación de un proyecto empresarial plural y democrático. Que quienes no soportan el éxito ajeno ataquen al conjunto ensañándose con la parte, tampoco. Que lejos de asumir las responsabilidades de los errores y fracasos propios haya quienes busquen chivos expiatorios, demasiado habitual. Pero hablar de “apagón informativo” en Planeta cuando tanto La Razón como el grupo emitieron sendos comunicados al respecto —y en los medios propios no censuraron el tema— es faltar a la verdad. Recurrir a las descalificaciones de un adversario profesional en lo personal, rastrero. De Casals se han dicho una cosa y la contraria y sigue siendo clave en el crecimiento exponencial de su grupo de comunicación.

Los dioses destronados 

Muy mal deben ir las cosas en Prisa y El Español cuando Cebrián y Pedro J. han aprovechado la mínima ocasión para arremeter contra el presidente de La Razón. No conozco a ninguno de ellos pero despejar las incógnitas en esta ecuación mediática de dos variables se me antoja sencillo y creo, sinceramente, que se equivocan ambos. Si por algo se ha caracterizado Casals hasta la fecha es por su prudencia, alejado de los focos en un ejercicio de pluscuamperfecta discreción y concentrado en labores de gestión que, contra viento y marea, recogen sus frutos.

Los resultados confirman que contener gasto y optimizar organización —frente a quienes confían su táctica al dispendio de lo atesorado en épocas doradas— ha sido un acierto. No todos pueden decir lo mismo. Cebrián ha convertido el grupo de comunicación más influyente de la postransición, dilapidada la herencia de Polanco, en uno desmantelado que prescinde de cronistas parlamentarios a destajo e impone férreas censuras sobre algunas de sus más crudas amistades. Defenestrado por su histórico y millonario agujero en Unidad Editorial, Pedro J. capea la tempestad del océano digital al que ha botado su apuesta con víveres que, algunos auguran, no le permitirán mantenerse a flote mucho tiempo más.

Si es complicado saber estar, más complicado es saber cuándo dejarlo. Pedro J. es hoy una sombra del pasado. Difícil vivir de los recuerdos cuando estos se nutren de las cenas de la pinza entre Anguita y Aznar, se asoman a un balcón de Carabaña o resuenan dando voz a la cúpula etarra en Argel. Por su parte, Cebrián parece estar atragantado por indigestas cuentas de resultados y por los amargos papeles de Panamá. Desde Silencio, se conspira —cuando la conspiración del silencio ha sido siempre y para muchos compañeros marca de la casa— publicado por el amanuense favorito, Juan Cruz, hasta el siempre recurrente Navalón, exconseguidor y columnista semanal, inquilino de la primera lista de morosos con Hacienda, que atribuye a los milennials: dueños de la nada su escasa “falta de vinculación con el pasado” mientras pontifica desde sus cuentas en Twitter e Instagram y obvia la impasibilidad de la maldita hemeroteca…

La ‘Operación Hanta’ tiene que dirimirse todavía en sede judicial, como tantas otras causas que se prejuzgan en plaza pública, sin razones objetivas, sin ajustada medida, rigor y proporción. Sin cuantificar el perjuicio que se causa a los “ajusticiados” en pro de una libertad de información —algún día me explicarán en qué momento se antepone al derecho de defensa de las partes cuando se ha decretado el secreto de sumario, por ejemplo— que apela a las causas de interés general cuando en realidad sólo sirven a intereses propios. O de cómo es posible que circulen por las redacciones fechas y horas exactas de operativos policiales —mucho antes de que se produzcan— destinados a recabar documentación en las sedes de sus competidores. Esto es, señores, el periodismo en los tiempos del cólera.

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