El “paseíllo” de Sánchez

El “paseíllo” de Sánchez
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A Pedro Sánchez le gusta que le rocíen de incienso. Desde dentro y desde fuera. Ante su ausencia este sábado en la Catedral de Santiago y sentirse bañado por la nube de botafumeiro, prefirió anticipar su momento de yo-Adonis a su regreso de Bruselas con un ejército de corifeos -Pablo Iglesias incluido – desde La Moncloa, la bancada socialista y la prensa amiga que lo cegaron de una pantontería que parece aún durarle. Después de casi tres meses impostando cual Winston Churchill ante el avance de las tropas alemanas a las puertas de Londres, ahora el Sánchez vanidoso vuelve a ser Quasimodo refugiado en la catedral de Notre Dame de París para no afrontar la realidad de la nueva normalidad que tan poco le gusta.

Tenemos la segunda ola de coronavirus ya entre nosotros o a punto de querer asestarnos un hachazo definitivo y el Sánchez de ración de “Aló presidente” semanal se ha desvanecido. El Sánchez y su moral de victoria parecen haberse esfumado para que la moral de la tropa la alimenten otros, especialmente desde las comunidades autónomas. Es el Sánchez de enero, el mismo que desoyó las advertencias de la OMS, el mismo que no supo ver ni de lejos la gravedad de la pandemia y confinó demasiado tarde a la población, el mismo que delegó toda la presión inicial al siniestro Simón, ese que ahora surfea las olas de Portugal, mientras los españoles ignoran si podrán surfear las vacaciones en una semana.

A día de hoy, España vuelve a ser el país que a principios de marzo sufrió el veto de países vecinos. Francia y Bélgica no quieren a nadie llegado de Cataluña o Aragón en su territorio. Reino Unido y Noruega han impuesto cuarentenas. Y la lista de países expeditivos seguirá creciendo en las próximas semanas por mucho que Sánchez siga sin querer enterarse de que la situación actual le atañe tanto como en marzo cuando decidió afrontar la realidad. Que España sea el país europeo con la transmisión del coronavirus más desbocada es una realidad incontestable. No se trata ahora tanto de que el sistema de salud colapse o no, sino que la economía española no sufra la puntilla final que nos aboque en una situación límite, desconocida desde los tiempos de la Guerra Civil.

No hay centro de estudios económicos que no haya adelantado que, en un escenario de rebrote, la economía española vaya a caer un 15% y llevar la tasa de paro hasta el 25%. El problema es que ese escenario, previsto, para otoño se ha adelantado tres meses y lo hace en el peor momento, en el instante en el que miles de españoles pretenden viajar a su destino vacacional o paliar el calor en la sombra de terrazas o restaurantes. La OCDE advirtió hace menos de un mes que en los lugares más turísticos de España puede llegar a perderse un 40% del empleo, lo que situaría a nuestro país según el cuadro de previsiones que dibuja la OCDE, como el país avanzado que de forma más intensa tenga que recurrir al endeudamiento para superar los efectos de la crisis.

Los españoles, los turistas llegados de fuera y los países vecinos necesitan certidumbre. No vale con delegar la toma de decisiones y explicaciones en las comunidades autónomas en una nueva dejación de funciones. La certidumbre ante una pandemia sólo puede llegar de los gobiernos de cada país. Sánchez cometió ya ese error en los preludios de la pandemia a principios de año y vuelve a esconderse ahora que el virus cabalga de nuevo con fuerza. Los monaguillos que lo rociaron de incienso a su llegada a La Moncloa el otro día deberían saber, al igual que Sánchez, que en el mundo de la nueva normalidad tampoco se puede vivir desentendiéndose de la realidad. Por fas o por nefas.

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