No te des por esclavo, ni aun esclavo

Rubiales

He visto la rueda de prensa de Luis de la Fuente y me he sentido sucia, exactamente igual que cuando vi la entrevista que le hicieron a un compañero de Cope, tras cambiar radicalmente su versión sobre los hechos del picogate, del que seguimos hablando porque es política, y política salvaje.

De la Fuente, atemorizado por este régimen fundamentalista (persecución, linchamiento, delaciones, «busquemos a los que han aplaudido», que no feminista, porque acojona verdaderamente, ha agarrado sus principios, su lógica, sus sentimientos y su dignidad, ha hecho una pelota con todo ello y lo ha lanzado a la hoguera del régimen, donde Rubiales, ya se quema en una pira, pero las fauces hambrientas de nuestra Santísima Inquisición, presa de severas alucinaciones místicas, piden más…

Comprendo a estos dos hombres, amigos, puedo comprenderlo todo. Parece que algunos no se quieren quedar sin amigos, pero, sobre todo, sin trabajo y sin techo, como es lógico….

No obstante, su actuación miserable (aunque explicable) me hace reflexionar sobre los principios de cada cual y los valores familiares, que todos llevamos grabados a fuego. Creo.

Yo crecí en el terror de la escabechina etarra de los ochenta y noventa en el País Vasco; mi padre, toda la vida en pie frente al nacionalismo, no caía demasiado bien a los poderes, porque ostentaba un cargo importante en la universidad pública y no hablaba euskera; y no sólo no lo hablaba, sino que se enfrentaba en los tribunales académicos en los que se pretendía favorecer el euskera de unos por encima de los conocimientos médicos de otros.

Por supuesto estaba amenazado, recibíamos llamadas a altas horas de la noche, mirábamos debajo del coche y todo el ritual que muchos amigos conocen, algunos sin tanta suerte como nosotros, que estamos vivos.

Me fui de casa con 17, pero recuerdo muy bien las lecciones y elecciones de mi niñez. Acompañaba a mi padre a votar, y a la salida del colegio electoral increíblemente había un par de personas preguntando a todo el mundo qué había votado; mi padre respondía ¿quieren creerlo?

-Al Partido Popular-, decía, sin temblarle ni una célula. (Que conste que esto no es proselitismo, yo no voto al Partido Popular, ni a nadie).

-¡¡¡¡Papá!!!!-, susurraba yo alarmadísima mientras nos alejábamos, observados, caminando-¿Por qué has dicho eso? ¡¡Nos van a hacer algo!! ¡¡Te perjudicará!! ¿Qué te cuesta decir lo que quieren oír, o callarte? ¿Por qué no mientes, como todos?

-Verás hijita, porque no he llegado a ese grado de servilismo.

Esta frase («no he llegado a ese grado de servilismo») se me incrustó tan fuerte que la repito mucho, la habrán leído por aquí, y todavía me emociona. Igual que cuando me habló de los tipos de personas al morir, muy en relación con el tema del día: el miedo y la cobardía.

Mi padre es internista y a lo largo de su carrera ha visto morir a mucha gente. En cierta ocasión describió las dos formas de aproximarse a la muerte que tenemos los seres humanos, cuando somos conscientes de que vamos a morir, claro:

Una, la más lamentable, rozando el patetismo, es la muerte de los que se rebelan aterrorizados, revolviéndose, llorando y pataleando, emitiendo rebuznos e improperios hacia Dios y hacia los hombres.

La otra, balsámica e inspiradora, la de los que se aproximan al final con valor, con nobleza y decoro, acostados claro, pero manteniendo en pie todo su pundonor, y se despiden compuestos, serenos y dicen lo que tengan que decir a quienes deban, o no, porque la muerte solo es triste cuando amas.

«No te des por vencido, ni aun vencido, no te sientas esclavo, ni aun esclavo», dijo Unamuno.

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