Crónica de una gran fiesta en el Coliseo Balear

Palma volvió a latir este jueves como en los días grandes. El Coliseo Balear —esa joya circular donde tantas emociones han cabido— se vistió de gala para recibir a tres hombres que entienden el toreo como arte mayor. No era una corrida más. Era una cita con la memoria, con la emoción, con la belleza peligrosa del instante que se va.
En los tendidos, la mejor sociedad mallorquina ocupaba su sitio como quien regresa a casa tras una larga ausencia. No faltó Ana Chico de Guzmán, elegantísima y serena, acompañada por alguno de sus hijos. En un palco cercano, Adolfo Suárez —sí, el hijo del presidente— junto a su bellísima esposa, hija del ganadero Samuel Flores, aun recuerdo su preciosa boda en la finca familiar. aportaban ese aire de estirpe española con solera. Y torería.
Y qué decir de Carla Plessi, la flor más mediterránea de la escena internacional, que llegó del brazo del maestro Fabrizio Plessi, el genio veneciano de la luz y el agua, deslumbrando a todos sin querer hacerlo. A pocos metros, Jepi Corro, siempre perfecta, con su esposo, charlaban con Margarita Montaner, dignísima hija de los condes de Zavella, cuya presencia basta para elevar el tono de cualquier velada. Es una gran dama de la que aprender si no se sabe que significa pertenecer a una gran casa.
Estaban también nuestros buenos amigos los Balda, discretos pero siempre impecables, Sonia Valenzuela, que nunca falla cuando la cita es con el arte y la tradición, y Àngels Mercer, referencia viva de lo que debe ser un ser humano. Los hermanos Nacho y Lluch Deyà, guapos, simpáticos, rodeados de sus parejas, irradiaban esa luz que tanto necesita la fiesta nacional y de la vida. Y el broche de oro: Marcos Ybarra Valdenebro, con su hermana, otra grande, que parecían salidos de una portada de Point de Vue.
Maravillosos todos, con chaquetas de lino, guayaberas o poleras, abanicos antiguos, miradas curiosas y buen humor. Fuimos dispuestos a disfrutar, y se notó. Se notó tanto que hubo lleno hasta la bandera, como hacía años —muchos— que no se veía. Desde los tiempos de El Cordobés, Palma no sentía así el corazón de su plaza.
Y en el ruedo, claro, Morante de la Puebla, Sebastián Castella y José María Manzanares se encargaron de justificar tanta expectación con faenas de arte y riesgo, de temple y entrega. Morante toreó con el alma, pero no tuvo suerte con sus toros, Castella con la cabeza y Manzanares con el corazón y la guapura. Si la guapura del torero ensalza el arte, el arte que hay en cada gesto, en cada baile a dos. Y entre los dos, la muerte o la gloria. Los toros de Juan Pedro Domecq estuvieron a la altura, nobles, medidos, agradecidos, salvo el que abrió la corrida tras sonar la Marcha Real con toda la plaza puesta en pie en silencio.
Hubo emoción, hubo arte, y hubo muchos vivas a España y a la fiesta. Lo gritaban con orgullo y sin complejos, como debe ser. Porque anoche en el Coliseo no se celebraba sólo una corrida, se celebraba una forma de ser, de sentir y de reunirse en torno a la belleza y al valor.
Y cuando la noche cayó sobre la ciudad, con ese cielo de agosto que tanto promete, quedó claro que Palma sigue siendo ese lugar donde el arte y la elegancia se dan la mano con la tradición, y donde los sueños, por una noche, huelen a albero y clavel, y a categoría de la buena. Y a pasadoble, del que se te mete en las entrañas y te lleva al lugar donde naciste y aprendimos a amar la fiesta,