León XIV: el desafío de una Iglesia en transición


La elección de Robert Francis Prevost como Papa León XIV no es sólo un hecho histórico por ser el primer pontífice nacido en Estados Unidos. Es, sobre todo, el signo de que el Espíritu continúa empujando la barca de Pedro hacia horizontes más audaces en pleno siglo XXI. Ha sido elegido un Papa notablemente más joven de lo que venía siendo habitual en los últimos tiempos.
Robert Francis Prevost, nació en Chicago, de madre hispana, misionero en el Perú profundo, agustino de cepa, profesor, canonista, es pastor de verbo pausado. Ahora lo llamaremos León XIV. Y aunque el nombre evoque a pontífices de otros siglos —más dados a bulas que a caricias—, lo cierto es que este León no ruge: parece mirar, escuchar, caminar… Y eso, en una Roma de cardenales gritones y díscolos, es casi revolucionario.
León XIV no es un político disfrazado de papa. Tampoco un mártir de diseño como otros que pasaron antes. Es otra cosa: un hombre que ha olido al pueblo, que ha visto morir niños por desnutrición en la selva y ha tomado café con monjas sin nombre en conventos invisibles. Y eso, perdónenme, no lo aprendes en la Pontificia.
Prevost no es un burócrata de sacristía. Su ministerio en Perú, su vínculo con comunidades originarias, su compromiso con la formación de líderes en contextos vulnerables y su agustinismo encarnado en el diálogo interior, lo convirtieron en un pastor con las sandalias llenas de polvo. Es un hombre que ha sabido oír más que ordenar. Esa actitud, radicalmente evangélica, es el cimiento desde donde puede abordar los desafíos titánicos que la Iglesia enfrenta hoy.
Nadie duda de que León XIV es heredero del Papa Francisco: comparten la sensibilidad por los descartados en zonas cercanas, el impulso de reforma y la opción por la sinodalidad. Pero mientras Francisco empujó con fuerza a una Iglesia que a menudo se resistía a moverse y se le invocó como el papa rojo, León XIV parece más llamado a consolidar esa transición con un tono más dialogante, incluso introspectivo. No se espera de él un papa revolucionario, sino un arquitecto de equilibrios profundos.
Y así caminamos, hacia una Iglesia Católica que vuelve a mirar hacia lo inesperado. La elección de León XIV, ha sacudido los viejos esquemas sin romperlos del todo. Porque para quienes fueron formados en generaciones marcadas por viejas corrientes del siglo XX, desde las sombras del posconcilio, se vislumbró el impulso a una Iglesia más abierta, reconciliada y profundamente enraizada en el espíritu evangélico. La elección del nuevo Papa no se percibe como una concesión al liberalismo, sino como una afirmación silenciosa —y firme— del Evangelio vivido con profundidad.
Este no parece ser un papa de espectáculo y de cambios originales de vestuario como su predecesor con zapatos negros. Es un hombre de formación, de escucha, de síntesis interior. Y es precisamente eso lo que la Iglesia necesita tras los pasados e intensos años: un tiempo de decantación, de madurez espiritual y de reformas sostenidas que bajen al corazón de las diócesis y no se queden en Roma. Hay que esperar y ver.
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