El guillotinador guillotinado
El señor ERRE dejó la política el otoño del 24 ante la incomprensión social. Su máxima «practicar el vicio se ajusta a las leyes de la naturaleza» -inspirado en Les plus pures lois de la nature, de Rousseau- le hacía entender, como a tantos de sus aliados, que el delito es el eje del universo. Su teoría sobre la no usurpación de los planes de la naturaleza era la justificación perfecta para su actividad sexual: juegos para abrumar a mujeres dulces y sensibles que respetaban la virtud, como la actriz desconocida que se hizo famosa gracias a declarar su aventura en el taxi camino de su casa, tras la fiesta nocturna como preámbulo al divino éxtasis de la seducción.
El escritor Juan Manuel de Prada definió estos comportamientos como «historietas guarras de señoritas despechadas», pero nadie reparó en la voluntad última del personaje: no ultrajar los planes de la naturaleza, no obstaculizar su marcha, no detener el curso de los astros y conmover las esferas que flotan en el espacio. El refinamiento perverso estaba poco valorado en ese momento histórico. La moralidad ortodoxa se había invertido, fomentada por los propios perversos para la consecución de poder político y económico. El sádico auténtico caería en la contradicción lamentable de arrebatos ridículos y, lo peor, faltos de imaginación.
Los frenéticos impulsos del señor ERRE eran el desahogo de sí mismo. Sus personajes, todos los que habitaban en él, se dividían en dos únicas rudimentarias categorías: verdugos y víctimas. Su disfraz era transparente y las sutiles distinciones aparecían ante sus ojos como «penas de amor perdidas». Profanar era el mayor de los placeres, pisotear los prejuicios de su infancia, anularlos hasta quemarlos en su mente. Hablaba en sus tertulias, regadas con estupefacientes, sobre los juegos clásicos de la aristocracia: falsete sentimental, gritos de placer, el divertido sentimiento ilustrado de gusto profanador. «Las deseo, quisiera humillarlas», decía entre risas.
La actriz desconocida era creyente y piadosa, como antaño las sacerdotisas de Venus. «Me pareció poco lo del miembro viril y los lametones, necesita más, por eso le invité a mi casa». Ella deseaba que la bóveda del cielo se desplomase sobre ellos, pero era tímida y recatada y no podía expresarse con claridad. Coloreaba la honestidad, no quería, pero le invitó a subir a su casa por caridad, por una bondad insuperable, la misma que le hizo no brillar ante sus compañeras actrices, para dejar que otras disfrutaran de la fama y el éxito. Santa Elisita, la mejor actriz desconocida del mundo, compungida, gozó del rayo de la popularidad gracias a su virtud espiritual. «Mi belleza me ha jugado siempre muy malas pasadas, preferiría haber nacida fea y mala actriz», dijo en varias ocasiones.
La abuela del señor ERRE dijo que su nieto no tenía inteligencia emocional; sus compañeros le apoyaron explicando que ser político era muy estresante y que por eso la mayoría tenían comportamientos poco ortodoxos, que había que ponerse en su pellejo para comprenderlos. La madre del señor ERRE, doña Yolanda, se había ido a Colombia a desconectar de tanto claustro y corazón podrido. Ella era muy pía, como demostró en su visita a Roma, para ver al Papa, pero había consentido los juegos perversos de su hijo porque, para ella, lo más importante era la unión familiar, a cualquier precio. “La famosa actriz desconocida era realmente atractiva, nos podría haber pasado a cualquiera. Me incluyo, porque ya sabéis que para nosotros la distinción por sexos es anacrónica, inútil y estúpida”.
La opinión pública fue muy cruel con el señor ERRE. Él, que tanto había hecho por el bien de la mujer, por sus derechos y libertades, ahora era juzgado por nimiedades casi adolescentes. «Los azotes a las hembras eran más bellos que dolorosos», no juzguéis sin conocimiento. Mientras sus pies desnudos se preparaban para salir a la calle, el pueblo disfrutaba del nuevo espectáculo, olvidando por un instante al Maquiavelo del hampa y a su mujer furtiva. Fuegos fatuos iluminaban la guillotina, el viento se puso en su contra. El vicio se mueve siempre en el mismo círculo vicioso.