Y tras la denuncia del Rey, ¿qué?

Rey

Porque el sereno alegato de Nochebuena fue eso: un aviso, una
advertencia, una denuncia. Sin ambages, Felipe VI planteó sus intenciones en sus primeras palabras: «Voy a hablar de la Constitución y de España». Si ahora mismo nuestra vida institucional no estuviera en riesgo, en la almoneda en que la ha situado el fantoche Sánchez, ¿hubiera dedicado un solo minuto el monarca a cantar las virtudes y las exigencias de la Constitución y la necesidad de que se respete su identidad? De ninguna manera.

En ese tono muy serio que el jefe del Estado está utilizando desde
que tiene que lidiar con el barrenero al que no ha tenido más remedio que
confiar la gobernación del país, el monarca llegó, como le manifestaba al
cronista un personaje siempre cercano a la Corona, «hasta donde ha
podido, y hasta donde ha debido, quizá no hasta donde hubiera querido».
Fue el mensaje del Rey el más importante desde el crucial de octubre del
17. De los que hacen época porque tampoco él puede repartir estopa
como ésta todos los días del año.

No es tan tonto el Rey como para no creer que, tras sus palabras
admonitorias, no iba a ocurrir lo que ha pasado: que el sanchismo
okupante del poder iba a reaccionar de este triple modo: uno, «esto con
nosotros no va»; dos, «es una crítica directa al boicot del PP al Poder Judicial»; y tres, «el mensaje concuerda perfectamente con nuestra política de estabilizar España». Encima, y por lo bajini, algún fontanero monclovita (no Santos Cerdán, que éste es ayudante de electricista) va diciendo que nada de lo que se oyó a las nueve de la Nochebuena del 24 se dijo sin que Sánchez lo supiera por anticipado y, vean: en eso los dicharacheros del autócrata tienen razón porque todas las frases del Rey, éstas, las antedichas y las que vengan, no saltan al aire sin que la voracidad de los asesores de la presidencia las pasen por su propio tamiz. Es más: en estas horas que han transcurrido desde el mensaje televisivo hasta ahora mismo, los susodichos voceros, filtradores mejor, ya se han encargado de señalar que, según reza la Constitución, «los actos del Rey serán siempre refrendados por el presidente del Gobierno y en su caso por los ministros de turno».

La verdad es que este Artículo, el 64 de nuestra Norma Suprema, se coló en la redacción constitucional gracias a la insistencia del ponente socialista, Gregorio Peces Barba. Su colega de debates, el entonces centrista Gabriel Cisneros, llegó a decirle a este cronista: «No es lo mejor que hemos cerrado en la Constitución, con este texto el Rey se queda prácticamente atado de pies y manos». Pues bien, tras cuarenta y seis años de democracia, la opinión de Cisneros queda también estrictamente refrendada.

Y si el Rey ya ha quedado dicho que no es un bodoque, no lo seamos
nosotros o ¿es que alguien, de buena fe, cree que tras la palabra del Rey,
el fantoche va a cambiar su rumbo, el que le asegura su permanencia en
La Moncloa? ¿Se avendrá a rectificar la entrega de Pamplona a los
terroristas de ETA? ¿Rebajará, hasta hacerlas inútiles, las exigencias de
Otegui y Bildu de una próxima liberación de todos los asesinos de la
banda? ¿Se negará fehacientemente y por escrito -no con palabras vanas
que en su boca no valen un pimiento- a pactar con el prófugo Puigdemont la celebración del referéndum de independencia? ¿Devolverá a las instituciones del Estado (Tribunal Constitucional, Consejo de Estado, Fiscalía General, CIS…) la independencia que les ha robado? Pues claro que no, el discurso de Felipe VI le trae al fantoche por una higa. «¡Dejémosle que se explaye porque eso no cambia las cosas, nosotros somos el poder!». Esa es la reacción extendida de toda la ralea que come en los pechos de Sánchez.

Cuando el Rey clama porque «todas las instituciones deben situarse en
el lugar que constitucionalmente les corresponde», los filtradores
mencionados contestan: «Y a nosotros, ¿qué?». En un país impecablemente democrático, el mensaje de Su Majestad debería suponer toda una crítica, descalificación global y directa, a las decisiones y modos de gobernar de su presidente, aquí no; es más, que se las tenga tiesas el Rey porque su advertencia del 24 confirma a los socios de Sánchez y a los suyos en la precisión de prescindir de este señor con corona que «nos está tocando los costados», por no referir otra parte del cuerpo mucho más sensible al dolor. Es tan grave el alcance del golpe de Estado que, gota a gota, está perpetrando este psicópata narcisista (dictamen muy general de los psiquiatras) que la denuncia que hemos escuchando el 24 todos los españoles se va a convertir, si no al tiempo, en un boomerang que el PSOE y su Gobierno estalinista de dinamiteros va a estrellar en el rostro del monarca. Quien niegue esta evidencia y, como solía decir Franco (hay que citar la fuente), «o no sabe lo que dice o lo sabe demasiado bien».

En el país normal que tanto añoramos, la desautorización absoluta a sus comportamientos anticonstitucionales debería llevar al presidente a reparar en esta certeza: no goza ya de la confianza del Rey. Aquí no. El aviso real sólo valdrá para que a Felipe VI, partido a partido, se la tengan más jurada. ¿Cómo se entiende que el primer ministro de una monarquía parlamentaria se sostenga bajo la férula de los dinamiteros que pretenden volarla? Es lo que aquí sucede, otorgando además a los delincuentes toda serie de sinecuras, algunas estrepitosamente ajenas a la Constitución. Desde luego a su identidad que reclamó el Rey en el que ha sido sin duda el segundo, ¿o el primero?, mensaje más trascendente de su trayectoria. Cosa distinta es que a su jefe de Gobierno el aviso le resbale en desbocada y patológica egolatría. Ahora está refugiado en el zulo de Quintos de Mora donde no le llegan los abucheos multitudinarios de un país que está de él hasta los c…..s. Estos bucaneros de Arrebatacapas ya entienden este lenguaje.

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