Como buenos desgraciados, los golpistas son unos desagradecidos
Uno de los rasgos definitorios de la ideología nacionalista es la necesidad constante de buscar un enemigo sobre el cual focalizar todos los males. Así, alimentándose con el combustible del odio, tratan de conseguir dos objetivos: cohesionar la comunidad que afirman representar y ofrecer una válvula de escape a las tensiones artificiales que el propio nacionalismo genera. La profundización en esta dinámica genera una paradoja, porque, si bien el nacionalismo tiene como fundamento la mentira, las fricciones sociales que genera en cambio son muy reales. Por tanto, no es raro que para mantener activa su espiral de odio hacia el enemigo –exterior o interior, eso ya es accesorio– tengan que adentrarse en el terreno de las paranoias conspirativas.
Esto es lo que está sucediendo, punto por punto, con el incendio de Tarragona. Los hechos: más de 6.500 hectáreas calcinadas en plena ola de calor, un fuego de unas dimensiones que reclama la intervención de las Fuerzas Armadas y la solidaridad, espontánea y activa, de todas las regiones de España para ayudar a los tarraconenses en tan difícil momento. Es la escenificación de la abominación de la desolación de acuerdo con los parámetros independentistas; vemos que Cataluña forma parte de una comunidad más grande, que es España; que los españoles no odian a Cataluña, sino que la aman y la quieren ayudar cuando pasa un mal momento; y –horror de horrores– el Ejército español resulta que es una institución benéfica, que se desvive por los catalanes, al punto de poner en riesgo las vidas de sus soldados para que cese cuanto antes el terrible incendio. También vemos una cosa más sutil, pero no por ello menos real. En el día a día de Cataluña se puede mantener la ficción de que es una nación independiente, pero cuando vienen mal dadas, la autosuficiencia se desmorona. Entonces hace falta España, y tanto que sí.
Todos estos hechos, y las percepciones que generan, no los pueden soportar los independentistas, porque evidencian que sus teorías y proyectos no dejan de ser una bufonada siniestra que se deshace al contacto con la realidad, al igual que un arbusto reseco se deshace en cenizas cuando le lame una lengua de fuego.
Como dice el refrán, no hay mal que por bien no venga. Ante una situación así, convendría que el conjunto de los catalanes reflexionase sobre qué sería de su destino si gentes de tan siniestra imaginación como los independistas tomasen el control efectivo del territorio.