Playas con decoro

Grace Kelly @Getty
Grace Kelly @Getty

Este artículo no versa sobre el insoportable sonido que producen las detestables chanclas al andar, ni sobre los trajes de baño que, pronto a rasgarse, son incapaces de contener la carne de sus dueños, ni sobre los fosforitos estridentes que atrozmente entorpecen el disfrute de la naturaleza. El planteamiento que aquí voy es esbozar es muy diferente a una propuesta para prohibir gritos grotescos, la falta de respeto por la sensibilidad visual ajena, la posibilidad de comer o beber en la arena, las abominables muestras de afecto excesivo de enamorados incontrolados o cualquier otra idea que turbe el armónico placer de los sentidos. En absoluto me atrevería a entrar en ese berenjenal. Lo que voy a proponer es una cuestión de otra índole, bastante menos polémica, y con un criterio que considero neutro, sensato y factible.

En algunas playas europeas, la arena se divide claramente en dos partes: una es ocupada por los veraneantes que llevan sombrilla y la otra por los que van sólo con sus toallas. En un civismo manifiesto, esto es respetado por todos, facilitando el confort y los intereses de unos y otros. Además, recreándonos en lo estético, es armonioso en su conjunto. Ya está en uno decidir si quiere rodearse de chiringuitos ajenos, recostaderas medio árabes, y formar parte de un vecindario efímero que favorece la sociabilidad playera; o si, por el contrario, le basta y le sobra con una práctica lonilla que si además hace función de pareo, pues dos en uno, y así se puede llevar uno el libro en una mano y charlar por el móvil con la otra mientras decide su lugar en ese eventual microcosmos.

Mi propuesta es un poquito más compleja, aunque sigue esta idea, y su ejecución supondría un enorme avance en el disfrute de las vacaciones estivales de la mayoría de los españoles. Se dividiría la playa en cuatro zonas. Eso sí, sería inquebrantable su acceso si no se cumpliesen las premisas establecidas en cada una de ellas. La primera zona, llamémosle A, para darle un gran sitio, sería aquella en la que se podría disfrutar libremente lanzando al aire una estrepitosa música, fumar incansablemente cigarrillos, descorchar felizmente latas de refrescos y de cervezas, el sifón,  transportar allí el desayuno, el aperitivo, el segundo aperitivo, el almuerzo, el café, el segundo café, la merienda, el tentempié al atardecer, la precena, etc. en sus jaimas o bungalows con dulce libertad y, si cuadra, pues llevarse también un sofá para la siesta y hacer allí incluso el aseo personal.

La segunda zona sería la zona B. En ella, no se podría entrar sin sombrilla, pero estarían prohibidos todos los demás artefactos señalados para la zona A. Si no cumpliese el requisito por exceso o por defecto, la autoridad mística, simbólica y jeroglífica que admitiera el paso a este lugar indicaría a cada veraneante cuál sería su lugar en las nuevas leyes sociológicas playeras. Imagínense, además, la reducción de los niveles de avalancha. Hasta aquí creo que debo estarles convenciendo.

La zona C, tercera en esta secuencia, estaría destinada a aquellas personas que van a la playa sin sombrilla. Se permitirían bolsos bombachos, pelotas, chalecos antibalas, pistolas de agua, castañuelas, etc.; pero estaría terminantemente prohibido clavar en la arena ningún toldo protector ni establecer nada parecido a una casa ambulante. Espero no estar hartando a nadie con tanta lógica.

Finalmente, la zona D. Esta zona sólo estaría destinada a personas que sepan modular con suavidad su voz, que anden con ritmo y con sigilo, que saluden con la cabeza –y no con todo el cuerpo–, que procuren establecerse lo más separado posible de las personas que no conozcan para no intimidar su espacio, que puedan estar varias horas sin comer, ni beber, ni fumar, ni jugar al parchís, ni hacer gimnasia rítmica y, sobre todo, para todas aquellas personas que no consideren esta distribución una frivolidad descarada.

Clara Zamora Meca es periodista, profesora universitaria y doctora en Historia del Arte.

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