EL FOCO DE MARÍA ZABAY

Arturo Pérez-Reverte: «Las mayores lecciones me las han dado las guerras, los amigos y las mujeres»

"La mujer que sobrevive tiene más mérito que un hombre que sobrevive porque el hombre tiene infinidad de mecanismos compensatorios"

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Arturo Pérez-Reverte es uno de los más grandes de las letras hispanas, no sólo en ventas, sino con esa pluma suya, literatura en estado puro, tan difícil de encontrar. Acumula más de 20 millones de lectores en el mundo, está traducido a 40 idiomas, muchas de sus obras han sido llevadas al cine y la televisión. En su pasado hay un reportero de guerra que durante 21 años cubrió 18 conflictos armados. Hoy conviven un marinero a lo Marlow y un maestro de la literatura.

Este orgullo patrio es miembro de la Real Academia Española y de la Asociación de Escritores de Marina de Francia. Vive y da vida a sus obras en el Mediterráneo en el que pasó su infancia y creció.

Ahora nos engancha con La isla de la mujer dormida, una novela realmente magistral, de esas pocas que uno lee con pausa y con ansia, y relee de nuevo para volver a disfrutarla, comprender su arquitectura y encontrar nuevos significados, mensajes y paralelismos. Es una historia de corsarios modernos, transcurre en el mar Egeo, en plena Guerra Civil, pero sólo como telón de fondo, sin entrar en ella.

La novela contiene toda la esencia revertiana, trascienden la vida y las lecturas del autor, y son visibles los cambios de una evolución literaria. Poca descripción, la justa para ambientar, y personajes sagaces, más comedidos en palabras, casi, casi silenciosos, con diálogos de cine clásico, exiguos, precisos, de elegante intensidad.

Los ingredientes: un objetivo militar, una torpedera alemana capitaneada por un oficial de la Armada Nacional, una pequeña isla Cíclada, negociaciones entre espías en Estambul y un triángulo amoroso muy turbio formado por un marino mercante español, el barón Katelios y su esposa.

Su protagonista: Miguel Jordán Kyriazis, mitad español, mitad griego, 100% revertiano, recto, justo, sereno, responsable y de pocas palabras —puede recordarle a Lorenzo Quart y a Coy—. Hombre de mar, se mueve en la gama de grises que hay entre cumplir el compromiso asumido con el bando nacional y el insoportable peso de matar a hermanos de oficio —ese terreno ambiguo, con frecuencia de dudas, quebraderos y remordimientos, en el que navegan sus personajes—. Como él dice, lo bueno y lo malo es relativo. Consciente de ello, alejado de bandos y banderas, cada vez tiene más dudas y menos certezas. Y está orgulloso de ello. Las verdades absolutas se han borrado con el tiempo, se ha ido haciendo más ecuánime, perdiendo la vehemencia de la juventud. «Cuando uno es joven y tiene fe, se vuelve fanático; y el fanático, inquisidor; y el inquisidor, verdugo; y termina en una cadena poniendo un muro en el que en un lado está el bueno y en otro el malo». Por eso, él lo escribe casi todo con minúscula. Palabras como Dios, patria, bandera, honor, religión, amor eterno… Hay otras que sí que le han quedado intactas, «con las que uno nunca se equivoca», dice. Lealtad, dignidad, valor y amistad. Tan importantes en su vida. Con ellas, escribe sus novelas.

Confiesa que las mayores lecciones se las han dado las guerras, los amigos y las mujeres. Y con esos pilares y la vida, ha aprendido a no poner etiquetas, a intentar comprender. «Cuando uno se fija, siempre acaba comprendiendo», dice.

Con este poso suyo, analítico y reflexivo, Pérez-Reverte tiene claro que «el problema de hoy en España es que nadie ve una virtud en el bando enemigo ni ve un defecto propio; y eso nos lleva a terrenos muy peligrosos». Gran pena porque, como reflexiona él, se aprende mucho del que no piensa como uno porque es justo ahí, en ese lugar desconocido, donde se puede descubrir y conocer al rival —puede que incluso, hasta cambie usted de opinión. O la suavice. Si no, en cualquier caso, la información del adversario le servirá.

La misión de La isla de la mujer dormida no existió, pero leyéndola, le garantizo que creerá estar allí, emocionado, con tensión, entendiendo y pensando, como si se encontrase jugando esa partida de ajedrez en el Egeo; pegado a ese héroe silencioso, entre torpedos y un matrimonio de odios vivos y pasiones muertas; morales difusas… Los grises… —aunque aquí ya le adelanto que hay mucho negro.

También es silenciosa Lena Katelios. Mujer cargada de rencores, hastiada, rota, y sin embargo fuerte. Tan revertiana. Tan compleja. Tan inteligente y fascinante. Absoluta femme fatale seductora y retorcida, a lo Milady —su inspiración, sin duda, en todas y cada una de sus protagonistas, en mayor o menor medida. De ella se enamoró a los ocho años. Ese amor, acaso fascinación del futuro escritor, nació leyendo Los tres mosqueteros. Ella marcó su vida. Se convirtió en la primera mujer que luchaba en un mundo de hombres, ajusticiada por los hombres; un personaje potente, duro, cruel. Desde entonces, siempre ha buscado de Winter.

Y hablando de mujeres, asegura que son quienes le han dado una visión del mundo más real, más ecuánime, más profunda, más dolorosa, más trágica y más descarnada. «La mujer que sobrevive tiene más mérito que un hombre que sobrevive porque el hombre tiene infinidad de mecanismos compensatorios». Cuando muy joven observó a la mujer como soldado perdido en territorio enemigo, luchadora incluso inconsciente en un mundo hostil, empezó a mirarlas con más respeto. Se dio cuenta de que no hay nada más superior para un hombre que la mirada de una mujer superior que lo ama y nada más terrible que el desprecio de una mujer que lo desprecia.

Lena, como todas las creadas por él, es fuerte, con ese coraje y resistencia de heroína que encontramos en cada una de ellas, desde Adela Otero a Elena Arbués pasando por Nikon, Macarena Bruner, Tereza Mendoza, Angélica de Alquézar, Tanger Soto, Olvido, Mecha Inzunza y tantas otras (a excepción de Claire Zimmerman, mujer remota limitada al recuerdo idealizado de Frederic Glüntz). Pero, esta vez, Pérez-Reverte nos sorprende: Lena Katelios posee un ingrediente que la diferencia de las demás: está derrotada, rendida a una especie de autodestrucción en una vida de la que ya no se siente capaz de salir, resignada a la cárcel simbólica que es la isla y, quizá por eso, quizá también como castigo a ese marido morboso que le borró la sonrisa, se queda. Su arma: el sexo como venganza intelectual.

Katelios —acaso Menelao—, destruido por una mujer a la que destruyó, recuerda al príncipe de Salina viendo el fin de un mundo, con esa visión gatopardesca tan del autor que asume que Occidente ya ha acabado y que estamos asistiendo a su fin.

También hay un guiño a la amistad. Lo hace con Bobbie Beaumont, un telegrafista británico ex alcohólico que cita constantemente a Shakespeare. Le da entidad con el recuerdo de Javier Marías, otro grande, que confesaba frecuentar a Shakespeare porque le resultaba un autor estimulante, fuente de fertilidad, cuya grandeza y misterio le invitaban a escribir, le espoleaban, incluso le daban ideas.

Confiesa que para él los personajes viven, eso sí, los tiene bien controlados. No se le ha sublevado nunca ninguno, consciente de que perjudicaría la trama principal, tiene la disciplina de no dejarse seducir por las tentaciones de los secundarios —incluso sacrificando páginas—, por muy doloroso que a veces sea.

Para que usted se ría, con las cerca de seis mil islas que tiene Grecia, este grande de las letras fue a visitar las que se encontraban donde él concebía la historia e inventó la suya propia. A la medida.

El resultado de su pluma y de este movimiento de blancas y negras: tensión, intriga y literatura con mayúsculas, de esa que apenas se encuentra, de esa que debería ser premiada —pero puede que venda demasiado Pérez-Reverte para recibir galardones—. Una novela de la que es imposible despegarse hasta que se llega a la última línea. Una novela de las que quedan. No se la pierda. Tampoco la entrevista porque oírle es disfrutar, pensar y reflexionar.

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