¿Trump o Sánchez? ¡Trump, por favor!

Trump, Sánchez
  • Carlos Dávila
  • Periodista. Ex director de publicaciones del grupo Intereconomía, trabajé en Cadena Cope, Diario 16 y Radio Nacional. Escribo sobre política nacional.

Una sentencia muy eficaz y clásica en Washington asegura que las guerras siempre las comienzan los demócratas y las terminan los republicanos. La afirmación encierra algunos fallos históricos que, en estos momentos, no vienen al caso pero, como suelen proclamar los viejos del lugar, «ha hecho madre», lo que es tanto como retratar que todo el mundo la da por cierta o, por lo menos, aproximada a la verdad.

Para no andar con florituras: el ejemplo tópico de esta aseveración es lo ocurrido en Vietnam que arrastró a Johnson y ensalzó, de primeras, a Nixon. Pues bien ha vuelto el burro a mover la noria y ya están los fanáticos del neopresidente norteamericano, Donald Trump, atribuyendo a su jefe la paternidad única de la tregua entre Israel y los terroristas de Hamás. Sin embargo, la apropiación de ese logro real, un «tanto» indiscutible, tiene dos padres en USA: por un lado, el citado Trump y, por otro, el desvencijado Biden. Este último ha comparecido en las televisiones para gemir, más que reclamar: «Esto también es mío», algo como lo que hace un niño cuando los demás se quedan con la pelota.

Esta disquisición plantea, a tres días del nuevo juramento de Trump, una constancia igualmente histórica: desde el Salón Oval de la Casa Blanca, Trump se comportó antes como un personaje muy diferente, casi esquizofrénico, al que después en la oposición clamaba y clama, desde sus propiedades. Cada vez son más los analistas que reconocen esta doble identidad y empiezan a pronosticar ahora un cuatrierio sosegado en el que también -eso está por ver- Trump puede acabar con la otra gran guerra mundial aún en sus últimos, se cree, coletazos: la desatada por el criminal Putin invadiendo Ucrania. ¿Podrá Trump finalizar el conflicto europeo? Pues nadie lo afirma imperiosamente, pero nadie, tampoco, lo desmiente de forma terminal,

Trump es, ya lo sabemos, un mentiroso patológico que guarda aquí, con nuestro psicópata doméstico, Pedro Sánchez, bastantes rasgos comunes, intercambiables. Sin ir más lejos esta peculiaridad que hemos denunciado: haberse constituído precisamente en un embustero procaz y permanente. Otra de esas características es además asimilable para los dos: el carecer del menor respeto por las instituciones democráticas, parecida repulsa a la que guarda Vinicius con la pléyade de árbitros malísimos que pueblan nuestros campos de fútbol. Claro está que Sánchez no ha asaltado, y no por falta de ganas, nuestro Parlamento, como hicieron las bestias de Trump con el Capitolio de Washington, pero sus socios preferentes, los leninistas de Sumar y Podemos, se quedaron al límite de ataque, de una auténtica agresión institucional al grito de: «Rodear el Congreso». Aquella peripecia no mereció repulsas por parte de Sánchez, pareció que le traía exactamente por una higa. Trump y Sánchez van, partido a partido, en sus obsesión por volar las estructuras estatales para convertirlas en oficinas de su poder omnímodo. La verdad: el gran objetivo al que aspiran ambos es el poder a costa de lo que sea; lo demás son bagatelas, inconvenientes que hay que ir destruyendo.

La Justicia es el paradigma de esta situación, los dos sujetos mencionados no guardan la menor consideración por ella. Ahí y aquí ya están afectados casi todos los poderes del Estado. Horroriza escuchar a algunos voceros del sanchismo defender a su mecenas con exordios como este: «Pero, bueno ¿es que no se puede criticar a los jueces y condenar sus sentencias?» Esa es la consideración que, de hacerse práctica, terminaría con la típica -nada tópica- separación de poderes de Montesquie. Pero, atención: un dato, en Estados Unidos, el Congreso y el Senado actúan como «contrapoderes» del Estado una vez desarmada la Justicia, aún con mayoría republicana en las cámaras, y genéricamente con la Prensa, periódicos, Radio y Televisión al acecho.

A Trump no se le ha ocurrido, como a Sánchez, intervenir las redes y censurar a los medios; a Sánchez, sí. Sanchez está en eso. Trump desprecia a los periodistas, Sánchez los ataca desde Moncloa llamándoles directamente «franquistas». Amaga el nuevo presidente de los yanquis con triturarlos pero, una vez más, sus bravatas se quedan en admoniciones para el metabolismo de sus partidarios. Nada más. Sánchez ya ha emprendido un doble camino que traza para meterse en la vida interna de los medios. La martingala consiste en atizar virulentamente a quienes no aceptan sus dictados y además, y en segundo lugar, en regalar un canal a la agonizante Prisa para que se convierta en altavoz de las fechorías que se perpetran en La Moncloa.

Difícil, claro está en momentos como estos, pronunciarse a favor de uno u otro, menos aún en en contra de uno más que de otro. La razón básica por la que desdeñamos todavía más a Sánchez es muy simple, casi estulta: porque lo tenemos más cerca. Somos próximos testigos de cómo se las gasta este hombre henchido de egolatría y de odios casi de clase. Es un forajido de la democracia, hora es ya de decirlo y escribirlo negro sobre blanco. Podemos concluir con que Trump es un bocazas y Sánchez un productor de exabruptos de carácter revolucionario. Elegir en pura hipótesis entre los dos es como pronunciarse en favor del cianuro y en contra de la botulina tóxica. Por tanto, y como concluirían los antiguos: «Entre uno y otro me que quedo con el del medio». Pero si hay que mojarse y con todo atrevimiento, el cronista, tras meditar la decisión un reflexivo nanosegundo, se ha dicho: venga, vale, nos quedamos con Trump. El de aquí nos pilla más cercano, es un fatuo suburbial que ya se ha quitado la careta como lo que es: el promotor del socialfascismo. Lo sufrimos hasta en la sopa. A diario.

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