Tarde de cristales rotos en Madrid


Quién nos iba a decir que los autoproclamados antifascistas serían los nuevos camisas pardas con kufiya. La tarde de cristales rotos que padecimos este domingo en Madrid, con una turba de energúmenos reventando la etapa final de La Vuelta, sólo produce rabia, vergüenza y bochorno. Convertir el deporte en instrumento de manipulación política fue un invento nazi que Leni Riefenstahl elevó a la categoría de arte. Alentados por el demente fanático de la Moncloa, ni siquiera tuvieron compasión de familias enteras con niños que tuvieron que huir en desbandada para refugiarse de los ojos inyectados de odio de Irene Montero y su amiga Belarra.
Rosa Díez piensa que Sánchez quiere muertos y no cejará hasta conseguirlo. Hay que decirlo sin miedo: no estamos ante una simple «estrategia política» del Gobierno —eso sería darle la razón a Pablo Iglesias cuando dijo que la violencia de ETA tenía explicaciones políticas— sino ante un ejercicio de intimidación y coacción de la kale borroka sanchista con el objetivo de aterrorizar a todo aquel que no piense como ellos. No por nada el líder detrás de las protestas es un viejo recaudador etarra y el cabecilla del sabotaje en Madrid un activista de extrema izquierda apoderado de Sumar.
Marlaska nos explicó pedagógicamente que sabotear una competición deportiva era «ejercicio del derecho de manifestación» tras dejar a la Policía con servicios mínimos y abandonarla a su suerte. La escena del podio improvisado con neveras es un esperpento que nos quedará grabado en nuestras retinas tercermundistas. España está secuestrada por una hermandad criminal que alienta y justifica la violencia callejera contra los judíos en «defensa de los derechos humanos». No es una cortina de humo. Es un Gobierno sumiendo a este país en los mismos abismos de la Berlín de los años 30. Y algunos todavía preocupados por la «marca España», como si tal cosa aún existiera.