De «socializar el sufrimiento» a «la dirección del Estado»
He tenido ocasión, como tantos otros españoles, de ver dos series de tv que tienen en común a la banda terrorista ETA. Una es Patria, basada en la novela de extraordinario éxito editorial de Fernando Aramburu sobre la vida de dos familias vascas amigas y residentes en una localidad guipuzcoana, que proyecta el desgarro humano padecido en la sociedad vasca como consecuencia del terrorismo que ensangrentó durante casi cinco décadas las calles del País Vasco, Navarra, Madrid y toda España.
La otra es El desafío, que describe con realismo y precisión histórica, el pulso que ETA planteó a España y al Estado para conseguir objetivos variables a lo largo del tiempo, desde la presunta lucha contra el franquismo en sus inicios, hasta la independencia en forma de «república socialista y euskaldún», pasando por estadios intermedios en forma de amnistía, política penitenciaria y otros varios, según la «correlación de fuerzas» y la coyuntura política que la banda consideraba. La estrategia terrorista etarra llegó a su culminación a partir de mediados de los 90 con la «socialización del sufrimiento», que consistió en atentar indiscriminadamente contra todo tipo de objetivos, sin acepción de edad, sexo, actividad ni lugar de residencia o nacimiento, con la finalidad de doblegar al Estado.
A ese desafío se le enfrentó todo el poder estatal acompañado de la inmensa mayoría del pueblo español, y contó en su vanguardia con la Guardia Civil y la Policía Nacional, que fueron decisivas para la derrota etarra, pagando un enorme sacrificio humano, con 206 y 149 efectivos asesinados, respectivamente.
ETA finalmente tuvo que anunciar el «cese definitivo de su actividad armada» el 20 de octubre de 2011, justo -y no casualmente- un mes antes de las elecciones generales del 20 de noviembre. Tras ellas, ETA esperaba una negociación política con el Gobierno surgido de las urnas, que le permitiera indultos y beneficios penitenciarios para sus presos a cambio de disolverse. No hubo ninguna negociación, y David Pla, Izaskun Lesaka e Irache Sorzabal -integrantes de la cúpula etarra que había leído aquel comunicado y que esperaba las negociaciones «acogidos» en Oslo, convertida en capital de referencia para los acuerdos de 1993 entre la OLP palestina e Israel- tuvieron que abandonar Noruega.
Por el contrario, se llevó a cabo una actividad contraterrorista muy intensa, dedicada a desmantelar toda su estructura y a detener a los huidos de la acción de la justicia dentro y fuera de nuestras fronteras, alcanzando los 160 prófugos. Finalmente, sin organización, estructura ni comando alguno, sin material ni moral, en un extenso comunicado de 3 de mayo de 2018, finalizaban diciendo que «ETA había adoptado su disolución para favorecer una nueva fase histórica. ETA surgió de este pueblo y ahora se disuelve en él». Con la actual perspectiva, ese comunicado final aporta y confirma inquietantes sospechas sobre lo sucedido en España desde la moción de censura, presentada precisamente tres semanas después contando con el apoyo de Bildu.
Hoy, y bajo la coordinación del vicepresidente Iglesias, Bildu forma parte del bloque de la moción primero, del bloque de la investidura después, y ahora de la coalición que sustenta al Gobierno de Sánchez. El último comunicado de la banda afirmaba como reto que «en esta nueva etapa, materializar el derecho a decidir para lograr el reconocimiento nacional será clave…» y que «el independentismo de izquierdas trabajará para que ello conduzca a la constitución del Estado Vasco». En coherencia, Otegui dice ahora que van a Madrid y pactan los presupuestos «para democratizar el Estado y avanzar hacia la ‘República vasca’».
El relato de la verdad histórica que esas dos series televisivas magistralmente describen desde enfoques distintos, debería ser hoy difundido por la televisión publica TVE en horario de máxima audiencia para conocimiento de los españoles y de los jóvenes en especial. En lugar de eso, tenemos «en la dirección del Estado» a los representantes y sucesores políticos de quienes durante décadas dejaron un rastro de sangre en España de 3.500 atentados, 858 compatriotas asesinados, y miles de vidas y familias destrozadas, «socializando el sufrimiento» para conseguir la destrucción de este nuestro Estado.
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