El robo del Estado

Pedro Sánchez siempre se pilla los dedos en la hemeroteca como un ratón en la trampa con queso, que es a su vez el producto con el que intenta dárnoslas siempre a los españoles. En 2018 dijo aquello de que «un Gobierno sin presupuestos es tan útil como un coche sin gasolina». Y añadió que la aprobación de las cuentas para el ejercicio entrante «era la primera y principal obligación de un Gobierno, porque sin presupuestos no hay nada que gobernar».
Aquello era a cuento de que Mariano Rajoy se retrasaba ese año, como en 2017, en la presentación de los presupuestos ante el Congreso, lo que le está sucediendo a él ahora. La diferencia es que Rajoy cumplió presentando y aprobando los presupuestos todos los años que estuvo al frente del Gobierno.
Sánchez, por el contrario, lleva sólo tres presupuestos aprobados en sus siete años en La Moncloa, además de dos prórrogas de los aprobados por Rajoy en 2018. Y ya veremos si presenta y aprueba finalmente los de 2026.
Lo del coche sin gasolina es en realidad una imagen engañosa, marca de la casa. Porque el coche tiene gasolina, como el Gobierno tiene los ingresos tributarios obtenidos de las familias, los autónomos y las empresas. Lo que no tiene el coche es volante de dirección, como no lo tiene el Gobierno sin presupuestos, y en consecuencia tampoco el Estado.
Esto hace incluso más injustificable que un Gobierno haga uso de la gasolina que aportamos los españoles sin decir claramente a dónde va, si es que lo sabe. Aunque en el caso de Sánchez no cabe pretextar ignorancia. Él va donde sus socios lo lleven, siempre que se cumpla una condición: dejar atrás un páramo de tierra quemada donde no vuelva a crecer la democracia, la separación de poderes ni la alternancia política.
Lo señalaba hace ya casi nueve lustros -que son cinco años cada uno, con permiso del ministro Urtasun- el Tribunal Constitucional, en su sentencia 27/1981, con un símil parecido al automovilístico: la Ley de Presupuestos es el «vehículo de dirección y orientación de la política económica que corresponde al Gobierno, cuando elabora el Proyecto y en la que participa el Parlamento en función peculiar».
Mal está que Sánchez hurte a los españoles la posibilidad de conocer el uso que pretende dar a sus impuestos a través de la ley presupuestaria. Peor aún es que hurte al Congreso y al Senado, en su enésimo desprecio a la democracia parlamentaria, la posibilidad de debatirla democráticamente, incumpliendo el artículo 134.3 de la Constitución, como hizo en 2020 y en 2024, que obliga al Gobierno a presentar los presupuestos al menos tres meses antes de la expiración de los del ejercicio anterior.
Entre tanto hurto, lo que se ventila de fondo, se cumpla o se incumpla este precepto constitucional, es el robo del Estado por el aparato sanchista. Poner las manos sobre los ingresos fiscales sin el ejercicio democrático que supone debatir en el Parlamento sobre la dirección y orientación de la política económica o supeditar ésta al capricho de un prófugo de la Justicia -a cambio de siete votos- significa sustraer el Estado con el depósito lleno de gasolina, tunearlo con los colores, siglas y símbolos del partido del Gobierno, y darse a la fuga por una carretera democráticamente desierta, camino de la frontera de la inseguridad jurídica y la arbitrariedad.
Esta huida hacia adelante comportará además nuevas subidas fiscales, y ya van más de noventa entre impuestos y cotizaciones sociales, o la creación de otros nuevos. Todo ello para pagar a sus socios el desorbitado alquiler de La Moncloa -zona tensionada, como se dice en la Ley de Vivienda- por la corrupción que asfixia a Sánchez, por la ruptura de la caja común de Hacienda y por la liquidación al modo trilero de la deuda de Cataluña, lo que obligará a exprimir más aún a los ciudadanos de las regiones más pobres a cambio de peores servicios públicos.
Todas las decisiones de Sánchez van encaminadas a garantizar el pago del combustible proporcionado por sus socios, tan adulterado que provoca que el coche ande cada vez más renqueante, a punto de griparse, con los servicios públicos dependientes del Gobierno en imparable descomposición.
A esto se suman otras resoluciones no menos arbitrarias como la de no aprobar los 230 millones de euros prometidos para financiar la Ley ELA y, en cambio, autorizar un gasto de 125 millones para subvencionar a medios de comunicación. Sánchez siempre está en lo importante, pero no en lo importante para los ciudadanos, sino para su propia supervivencia política.
Lo más inquietante es pensar que ese coche en fuga está dirigido al volante por quienes tienen como único objetivo precipitarlo al vacío por distintas razones. Hablamos de Sánchez, pero también de Puigdemont y Otegi. El cerco judicial a su entorno familiar, su partido y su Gobierno por la corrupción, empujan a Sánchez a lanzarse a una loca carrera por una carretera del infierno, pero del infierno para los demás, para cuantos se opongan a su poder y su impunidad, con el consiguiente deterioro de la convivencia democrática.
Ni siquiera se perdona a los muertos por haber contrariado al caudillo sanchista, como ha sucedido con Javier Lambán, al que sus propios compañeros, otrora obsequiosos en melindres y zalamerías hacia su persona, negaron el aplauso cuando un Jorge Azcón a la altura anunció en las Cortes de Aragón su reconocimiento póstumo con el premio Gabriel Cisneros a los valores democráticos.
Al lado de Sánchez, con las manos al volante también, Puigdemont y Otegi (nuestras Thelma & Louise del supremacismo ultranacionalista) dirigen al precipicio, alocada pero determinadamente, la chatarra en la que el PSOE ha convertido el Estado bajo el sanchismo.
En esta carrera imparable hacia el abismo, el propio Sánchez se encarga de inutilizar los frenos constitucionales y desactivar los mecanismos de salvaguarda judiciales, con Conde-Pumpido ingeniando chapuzas bajo el chasis con la amnistía; el imputado fiscal García Ortiz, a quien se acusa de hacer «puentes» bajo el salpicadero a favor de Sánchez y contra la oposición; y el inefable Bolaños, echando arena en el carburador de la división de poderes para que no se distinga entre el ejecutivo domesticador y el judicial indomesticable.
Con este panorama de achatarramiento institucional -en el que España se vende por piezas en un nuevo patio de Monipodio, se desintegra como nación de ciudadanos libres e iguales y se desencaja del eje tradicional de nuestra política internacional con aliados cada vez más siniestros como Hamás-, cabe que Sánchez se pregunte: ¿Si los españoles ya no tienen Estado, para qué quieren unos presupuestos generales?