Pulseras defectuosas en el chiringuito nacional


En este país donde lo serio se convierte en bufón y lo trágico en sainete, el escándalo de las pulseras antimaltrato no es sino otro episodio más de nuestra tragicomedia nacional. Uno podría pensar que estamos en una obra de Ibsen, donde las máscaras de la virtud caen para revelar la fealdad de las instituciones, pero no: esto es real, y duele más.
Irene Montero, con su empeño legislativo de dejar a los violadores tan libres como almas sin paradero, decidió que la economía del sistema primaba sobre la seguridad de las mujeres. Resultado: pulseras defectuosas, dispositivos que parecían salidos de un guion de Kafka, donde la tecnología falla, la burocracia se ríe y la víctima, como siempre, queda atrapada en un laberinto de negligencias. Que las alarmas se disparen o no, da igual: en esta función, los malos siempre salen indemnes, y los espectadores, nos tocamos la cabeza como en un vodevil. Pero habría que ofrecer con luz y taquígrafo cómo se hizo ese cambio económico, que ahora ha saltado a la prensa -a Dios gracias-, por la exclusiva -una vez más- de OKDIARIO.
Ana Redondo, la actual ministra, no encuentra más que «incidentes recurrentes» en medio de lo que es un drama shakesperiano: mujeres en peligro mientras la autoridad hace mutis por el foro. Pedro Sánchez, que ya debería haber agotado las páginas del manual de incompetencia, se limita a mirar, absorto, cómo el país arde en pequeñas brasas de indignación. Marlaska, el ministro del Interior, también observa, sin hacer más que cumplir, el papel de estatua barroca en un retablo vacío.
Pero no se trata sólo de ineptitud: es la decadencia de un gobierno que ha convertido la gestión pública en un chiringuito donde la coherencia y la justicia son palabras de adorno, como el «amor» en una novela de Graham Greene. La empresa israelí encargada de los datos, entre el misterio y el desprecio, retiene la información que podría salvar vidas; y nosotros, espectadores de esta tragicomedia -insisto-, asistimos con la incredulidad de un personaje de Beckett, esperando que algo suceda y nada ocurre.
Mientras tanto, José Luis Rodríguez Zapatero, figura de la diplomacia surrealista, se pasea entre China, Venezuela y Suiza, como si la verdadera amenaza no fuera la violencia machista, sino la geopolítica de un mundo que parece escrito por Buñuel en un arranque de humor negro. Puigdemont, la verdadera sombra que planea sobre la política catalana y española, sonríe desde lejos, mientras en el escenario doméstico todo es confusión, ineptitud y espectáculo. Y, todo por su culpa, no lo olvidemos. Él sujeta este corrupto Gobierno.
Este gobierno no es un gobierno; es un teatro de sombras donde los malos actúan sin riesgo y los espectadores—nosotros—quedamos atrapados en la ironía cruel de una democracia que se ha olvidado de proteger a los más débiles. La tragedia, como enseñaba Sófocles, ocurre cuando los hombres no ven la verdad hasta que es demasiado tarde. Aquí, desgraciadamente, no hace falta esperar: la hemos visto y nos han hecho partícipes del desastre.
En definitiva, vivimos en un país donde los farsantes se nombran ministros y presidentes, donde la literatura del absurdo y la comedia negra no es sólo tema de libros: es la vida misma. Y mientras tanto, las víctimas siguen esperando que alguien—alguien real, no un figurante—cumpla con su deber, antes de que el telón caiga sobre otro acto vergonzoso de esta tragicomedia ibérica.
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