Puigdemont, descolocado
El pasado 8 de agosto, el día de la fuga de Puigdemont, estaba invitado a La Antorcha. Cuando el ex presidente ya se había esfumado; Luis Balcarce, que presentaba el programa, me planteó una pregunta a bocajarro: «¿Tú crees que Sánchez pudo haber hecho un pacto bajo mesa: ven a dar el mitin y vete de nuevo?».
Balbuceé un «espero que no». Incluso pensé para mis adentros: imposible. Ya me perdonará el director adjunto de este diario. ¿Un acuerdo bajo mano entre un huido de la Justicia y los Mossos? ¿Incluso entre Gobierno y Govern? Nunca se ha visto nada semejante en un Estado de derecho.
Luego, a medida que avanzaba el vodevil, empecé a creer que quizás sí. Que había gato encerrado. Por activa o por pasiva. Por incompetencia de los Mossos d’Esquadra o, al contrario, exceso de competencia. Al fin y al cabo poco antes había habido otra de esas reuniones entre Junts y el PSOE en Suiza.
He visto varias veces las imágenes del acto y mira que era fácil pillar al ex presidente. Como llega por una calle lateral sin ningún problema. Y sube luego hasta el escenario por una pasarela. Bastaba poner algunos agentes ahí de paisano y darle el acto: “usted, queda detenido”.
Pero los Mossos, apuntaba también este diario el pasado domingo, se escudaron en los criterios policiales de «congruencia, oportunidad y proporcionalidad». Incluso echaron la culpa a Marlaska. Son los mismos principios que utilizaron el 1-0 para quedarse de brazos cruzados.
A nadie la interesaba la detención de Puigdemont. Posteriormente, ya de regreso a Waterloo, reapareció ante las cámaras de TV3 haciendo ver que trabajaba delante del ordenador. Imposible porque iba sin gafas. Y sin ellas es como yo: no ve un pimiento.
El siguiente episodio fue un tuit en el que criticaba los nombramientos de Salvador Illa. A su juicio, había constituido «el gobierno más españolista de la historia». ¿Qué esperaba?
Hablo de oídas o de lo que leí en los medios porque me tiene bloqueado. «Això va de democràcia» («Esto va de democracia»), aseguraban. O colgaban pancartas en Palau a favor de «la libertad de expresión».
Terminaba quejándose de los «lamas mediáticos» del PSC como si ellos no hubieran tenido palmeros. «Se han pasado años diciendo que las mayorías absolutas independentistas no podían gobernar para todos, ahora nos harán creer que el gobierno de un partido que tiene 42 diputados gobernará para todos», concluía.
Carles Puigdemont es un especialista en ver la paja en el ojo ajeno, no la viga en el propio. Lo decía el mismo que quería gobernar con 35 diputados, siete menos que los socialistas catalanes. A base, además de una extraña carambola parlamentaria: Illa tenía que retirar su candidatura; ERC, apoyarle; y el PSC abstenerse.
Por eso, me da la sensación de que anda cada vez más descolocado. Como aquel actor o actriz que ya no está en el candelero y quiere llamar la atención como sea.
La prueba es que el lunes pasado estuvo Jordi Turull en Rac1. Y Toni Castellà, del Consell per la República, en Catalunya Ràdio. Sólo para desvelar algunos de los misterios de la fuga.
Turull reincidió al día siguiente en TV3. Lo más importante que dijo, al menos según la propia cadena, es que «no soy de tirar la toalla». E hizo un llamamiento contra el desánimo. O sea que los ánimos están bajo mínimos.
La verdad es que a unos días de la Diada la han descentralizado en vez de hacer una única convocatoria. Que no se pueda decir, en caso de poca gente, que ha sido un fiasco. Y eso que cae entre semana, un miércoles. No en un puente largo.
En años anteriores, los de TV3 empezaban a calentar el ambiente en agosto. Casi convocaban al personal en este o aquel tramo. E incidían en las facilidades de transporte. Lo que no sé es si los bocatas estaban incluidos en el autocar o corrían a cargo del manifestante. Este año parece que no hará falta ni bocadillos.