La política y el maestro Ciruela
El sprint de la desvergüenza. Está siendo frenética en las últimas horas la carrera de un buen puñado de nuestros políticos para alterar bochornosamente su currículum, no degradándolo sino reduciéndolo a la que es su triste realidad: limitada, pequeña, modesta. ¡Y luego no se explican su descrédito social! El nivel es deplorable y la raya la marca la mediocridad. Es de juzgado de guardia que, especialmente quienes proclamaban campanudos que representaban a la nueva política —y que eso significaba regenerar y elevar la categoría de la vieja política— estén quedando a la altura del barro maquillando y tuneando, cuando no pasando compulsivamente la goma de borrar por encima de sus escuchimizados historiales académicos y magras carreras profesionales.
Sus presentaciones, en las páginas de sus partidos y —más grave— de instituciones del Estado, menguan de bocanada en bocanada, a pantallazo y golpe de ratón para escarnio de quienes sencillamente queremos conocer un poco mejor a aquellos a quienes les estamos pagando el sueldo, en la mayor parte de los casos, desmerecido en su elevada cuantía. Así, el que era licenciado se traviste transitoriamente de diplomado y, en el siguiente click ya pasa a tener, simplemente, estudios. ¡Y tiro porque me toca! Tal actitud, ramplona en el fondo y chabacana en las formas, no sólo muestra un desprecio olímpico a la opinión pública sino que deja a las claras que esa mano de nuestros dirigentes no habría pasado ni la primera lección del maestro Ciruela, aquel simpático engendro de aspecto extravagante, pintoresca indumentaria y paraguas de colorines acompañado de su loro parlanchín que era cualquier cosa menos un profesor. ¡No sabía leer y puso escuela!
No se trata de una simple anécdota. Es un ejercicio completo de indignidad y cinismo, un insulto a la inteligencia de los gobernados, un ataque a la universidad española, a la credibilidad de sus docentes y al esfuerzo de sus investigadores… un lamentable espectáculo nacional e internacional. Es la aplicación de la política del engaño de modo improvisado, compulsivo, irracional, no llevada a cabo para ganar un puñado de papeletas sino ahora para salvar la testa propia. Y, aún peor, es que se han dedicado a practicar esta gimnasia del absurdo quienes han acreditado no haber dado un palo al agua, quienes en su puñetera vida han hecho una declaración de la renta, quienes por vergüenza torera —y tras tomar el pelo a sus votantes sin pestañear— deberían hacer el petate y ponerse a estudiar y trabajar. De verdad, dejando de mamar de la ubre de los presupuestos públicos.
Con ininterrumpida frecuencia y no sin falta de motivación o por capricho se sostiene aquello de que “tenemos los políticos que nos merecemos”. Es una buena ocasión para darle una vuelta y reaccionar. No podemos permitirnos ser incapaces de producir su dimisión mientras tenemos a jóvenes doctores, brillantes y políglotas, excelentes hasta decir basta, malpagados y explotados en nuestra maltrecha España o, igual de inaceptable, exiliados en Europa, entregados con gorro y delantal a servir en puestos callejeros gofres de Bruselas o salchichas de Franckfurt.