Paqui

Paqui Santos Cerdán
  • Carla de la Lá
  • Escritora, periodista y profesora de la Universidad San Pablo CEU. Directora de la agencia Globe Comunicación en Madrid. Escribo sobre política y estilo de vida.

La luz entra en la estancia por las ventanas del ático y desvela una estructura tapizada en terciopelo, tonos beige, champán, ¿quizá marfil? El cabecero acolchado en capitoné es descomunal. El colchón king size es perfecto para exhibir los textiles de lujo y los cojines decorativos con iniciales bordadas en tipografía «imperial». Sobre él reposan dos cuerpos no demasiado esbeltos ni gráciles, que, sin embargo, aún se quieren, después de tantos años, pero eso qué importa.

El sol apunta fastidioso y pica en la nariz, la frente… Paqui se rasca, abre un ojo y detecta satisfecha su nuevo edredón de plumas con funda de raso, saca la mano de manicura salmón y acaricia los volantes de encaje que caen alegres a ambos lados de la cama. ¿Qué hora es? Agarra el móvil, enchufado con un cable que imita cuentas de oro junto a una cajita de joyas con acabado de nácar y un tarro de crema antiedad. Hay dos mesillas simétricas con tiradores bronceados, ¿rococó? Se fabrican industrialmente, pero para su propietaria son convincentes, y junto con la cama y el tocador, forman la colección Versailles, de la sección de muebles dormitorio clásico de El Corte Inglés.

-¡Son las 11!- manotea el trasero abultado de su esposo. Se escucha un ronquido profundo y terrible, que parece salir de la garganta de un oso pardo comenzando su letargo invernal.

-¡Digo que son las 11!- lo zarandea, bosteza y se restriega sobre su confortable colchón.

-En este sí que se duerme- lo compró una noche que Santos no llegaba por teletienda.

Recorre el techo, rematado con molduras de escayola con la vista: volutas, flores prensadas y un medallón en el centro del que pende soberbia la lámpara chandelier, su ópera magna; la admira como un tesoro legítimo, convencida de que es la culminación de una vida bien vivida. Conduce sus ojos somnolientos por cada uno de los cristales, puede contarlos cuando se aburre, y lo hace: son sesenta y ocho, cada uno reflejando en miniatura el drama matutino de no encontrar el mando de la tele.

Paqui arquea una ceja, distraída: las sombras de los cristales bailan en la pared, como diamantes. Sabe que el conjunto impresiona: ni una sola concesión al minimalismo, ni rastro de modestia.

-¿No es esto la elegancia? -se dice- Hay que saber gozar lo que se tiene.

Recuerda su vida de siempre en el tercero sin ascensor, su dormitorio de los primeros años, la vieja colcha de ganchillo que picaba.

-¡Las 11.30! ¡Santos!- grita levantándose y echándose encima una bata de watine de raso púrpura, regalo exótico que Santos le trajo de un viaje fugaz a Marbella, donde fue a «cerrar unos flecos» de contrato con un tipo del partido.

Otra vez la tapa del wáter levantada.

-¡Santos coño!- grita de nuevo.

En la cocina reluciente y espaciosa, prepara café con una cafetera italiana heredada de su madre: «Esto da mejor sabor que esas cápsulas». Justo al lado de la cafetera high-tech última generación, guarda siempre un bote de achicoria.

Santos emerge a contraluz en calzoncillos (son elásticos, y a juzgar por la goma que rodea su contorno, Calvin Klein); tiene pelos en la espalda y en los hombros, rizados, canosos y dos pliegues de la almohada marcados en la cara, pero eso no impide que Paqui le prepare su pequeño mimo matutino: un colacao caliente con bien de galletas Chiquilín flotando en su interior.

-A ver si me llaman pa’ preguntar algo- dice él con la boca llena.

Paqui lo observa, con ternura y cierto desprecio: sus maneras siguen siendo de currante, todavía tiene cara de pobre.

-¿Y tú que tienes hoy?- enseña el bolo alimenticio contoneándose en el interior de su boca como la colada indefensa que da vueltas en la lavadora.

-Tengo hora en la pelu del Corte- responde ella con el gesto de quien domina la plaza. Y luego unos recaos ahí mismo.

-No vives tu bien ni na’- responde sonriente y orgulloso de las hazañas comerciales de su esposa.

-¡Me conocen todas las dependientas!

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