La marcha de la locura

La marcha de la locura

Se toma prestada una traducción del título de la famosa obra de Barbara Tuchman The march of folly para describir la situación actual de España. La escritora comenzaba su bestseller de la siguiente forma: «Uno de los fenómenos que se repiten en la Historia, sea cual sea el lugar o el tiempo histórico, es el enconamiento de los gobiernos en ejercer políticas contrarias a sus propios intereses» y, a continuación, describía cuatro tipos de mala gobernanza: la tiranía y opresión, ambición excesiva, incompetencia y decadencia e idiocia y perversidad. Tomemos la última opción.

Hace unos días se cumplieron dos años desde que el PSOE fuese el partido ganador en las últimas elecciones generales y, tras contar con el apoyo de los partidos independentistas para ejercer la mayoría parlamentaria, su secretario general se instaló en el despacho del presidente del Gobierno.

Durante ese tiempo España ha padecido, al igual que los demás países, la pandemia del covid-19, con su secuela de afectados y víctimas, alteración de la vida ciudadana y deterioro económico. A una tragedia de esa naturaleza es el Gobierno del Estado quien tendría que haberle hecho frente con la necesaria autoridad y consiguiente responsabilidad. Los efectos de la pandemia tendrán que afrontarse mediante el esfuerzo colectivo de la ciudadanía española.

Al amparo de la tragedia pandémica, no se le ha concedido la atención que merece otro acontecimiento singular, puesto también de manifiesto precisamente por la gestión del covid-19, la destrucción del Estado. La primera consideración es que si no hubiese existido la pandemia se hubiesen aplicado los mismos criterios de gobernanza: ninguno. La pandemia enmascaró durante los primeros meses el vacío estructural del Gobierno y su incapacidad tanto para concebir y diseñar políticas como para su gestión.

Hay que partir del hecho de lo que sigue llamándose Gobierno de coalición, que es en líneas generales un grupo heterogéneo compuesto por cuotas de diferentes partidos, o seudopartidos, incapaz de actuar colegiadamente ni de mantener el secreto de las liberaciones del Consejo de Ministros.

Como demuestran las evidencias, el presidente no ejerce la autoridad debida sobre todos los miembro del Gobierno, sino sólo sobre los de su partido, por lo que no se puede hablar de colegiación. De esta situación es fácil deducir indicios de prevaricación en la formación del Gobierno. El resultado podía denominarse un Directorio de Cuotas, sus miembros son numerosos y variopintos, ni siquiera tienen la experiencia y preparación necesaria para cubrir las carteras necesarias para encajar a los miembros de las cuotas de partido.

En estas condiciones, el Directorio se conduce por seudoideologías populistas irrealizables y socialmente destructivas. Además, normalmente, los miembros del Gobierno no colegiados obsequian a la ciudadanía con abiertas discrepancias y ocurrencias extravagantes como la calidad de la carne, qué juguetes hay que comprar, cómo hay que expresarse en la vida cotidiana, pedir referéndums o configurar delitos de odio.

Para cualquier observador, medianamente solvente, no sería difícil llegar a la conclusión del enorme absurdo que constituye que aquel que tiene la obsesión de gobernar es capaz de destruir el Estado para poder permanecer en el cargo, con lo que cualquier hipotético proyecto de gobernanza carecería de sentido por carecer del mínimo sentido de Estado. El oscurantismo es el único parámetro de comportamiento. El práctico efecto de la rápida puesta en libertad de los asesinos de la lucha armada vasca, los indultos a los sediciosos de la Generalidad y de la asamblea autonómica catalana, producto de acuerdos entre partidos, indiciariamente constituyen ilícitos de prevaricación en toda su extensión. Oponerse a ello se califica de «negacionismo político». La pregunta que se podría hacer es saber cuántos ciudadanos piensan que en vez de un gobierno tenemos una banda de índole criminal.

La ciudadanía española tiene que tener conciencia de que el Estado no funciona. Un rasgo esclarecedor es que los servicios públicos han dejado de ser nacionales. El poder político lo ejerce una minoría secesionista condicionando el apoyo a cualquier acción legislativa gubernamental al pago con una cesión de soberanía nacional o un tributo en especie. En un momento de profundo cambio global, las energías políticas se centran en el pasado y en lo superficial. De los cuatro tipos de mala gobernanza anteriormente citados, el Señor Sánchez acapara ampliamente tres, incompetencia, ambición excesiva y perversidad.

El pueblo español tiene que ser consciente de que el Estado se disuelve paulatinamente y que los problemas o querellas internas no pueden ser arbitradas desde Bruselas o Estrasburgo. Hay que recuperar la soberanía nacional que pasa por el hecho de que la acción del Gobierno no esté condicionada por un personaje incompetente y por partidos que en la mayor parte de las democracias estarían ilegalizados. Por el bien de España, señor presidente, abandone la marcha de la locura y presente la dimisión.

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