Inés y el último minuto
Fue en su último minuto, ése que todos los que trabajamos entre las bambalinas de la política, y hemos preparado debates, sabemos que es donde no hay que fallar, esa conclusión que sirve para recopilar y generar recuerdo, que provoca la identificación final del votante con la causa y sus circunstancias. Ese minuto para estar sobria de razones y suelta emocionalmente, para proyectar las sensaciones que quieres dejar y no las que esperan que dejes. Ese minuto para jugar con los tiempos, con las formas y juegos retóricos que embellecen el discurso, que lo hacen mimético y estético, del que hablarán al día siguiente, en cada esquina de cada bar, en cada tertulia de cada tele o radio. Un minuto para la gloria o el infierno. Fracaso o éxito transmutado en sentidos excitados y percepciones exageradas, donde cada telespectador es un analista de urgencia que emite opinión sin reposo.
Un minuto para corregir una hora de desaciertos o para reafirmar 60 minutos de convicciones. Para mover a los decididos y hacer dudar a los indecisos, para vender la presencia de una idea o la ausencia de un programa. Un minuto para proyectar una mirada de confianza o evitar ser el foco de todas las que te miran. Un minuto para crear esperanza o desencanto, para fortalecer una propuesta o hacer digerible un eslogan. Un minuto para consolidar un relato de cine o crear mensajes sin principios ni fin, para ser protagonista o actriz secundaria, para cerrar con final feliz una trama bien hilada o esperar a que el público baje el telón de una farsa, aburrido de tanta máscara indecente.
Inés fue el jueves la mejor de un debate que se resumió en un minuto. El minuto que clausuraba una impostura bajo ticket de show. El minuto que concentró el respeto de críticos pasivos y activistas de salón. El minuto en el que te juegas el partido y quién sabe si el campeonato. Vive o muere en 60 segundos de cámara fija y pupilas dilatadas. Y ahí, cuando todos buscan en su cerebro esos mantras fluidos en formato Arial 12 que tan bien repetían momentos antes, ese argumentario forjado a golpe de asesor, justo en ese momento, Arrimadas se convirtió en Inés. La que no se conformaba con ideas vacías y culpas de ida y vuelta, la que ordenaba el debate y sus esencias, la que destrozaba con frases los programas contrarios, la que no se resignaba mientras abría su garganta de sonrisas, ni parpadeaba para desmontar fachadas de quita y pon. La que humanizó de anáforas su resumen y aguantó estoica los ataques de trinchera y capote.
La sonrisa de un país se concentró en el último minuto de una mujer que empezó a dibujar su futuro con forma de traje de gala. Donde todas mostraron sus miserias, ella dio cuerda a ese reloj de pared que solo miró, como aquella melodía de Morricone, para asegurarse de que aún no le había llegado su hora. Bajo los acordes del tic tac, mientras creía en oportunidades hecha verbo, Inés ganó el debate. Fue su último minuto, el inicio de lo que aún está por venir.