Illa en el camino

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Vuelve un señor, nacido en la Roca del Vallés, a las tierras de los catalanes, la suya y la mía. Vuelve tras un periodo en la capital del Reino, con una misión (a juzgar por los datos objetivos) desastrosamente incumplida. Uno podría pensar que vivir una temporada en Madrid a cualquiera le va bien, le es propicio para aprender alguna cosa, como abrir las neuronas y la vista al espíritu liberal, abierto, de aquella gran ciudad. Pero el viaje, la experiencia de sentarse en el Consejo de Ministros y ser la voz del amo en incontables ruedas de prensa, no parece haber mejorado a nuestro compatriota. Ahora se le ha propuesto para una segunda misión, apuntalar el poder socialista con nuevos pactos en la Generalitat, y en tal papel le veremos hasta conseguirlo, si es que llega a hacerlo.

Su campaña ha comenzado con una entrevista al medio del Conde de Godó. Allí ha resumido, con notable sinceridad, el principio rector de sus intenciones: acariciar a la bestia, el nacionalismo catalán, excitado ante la posibilidad (nada romántica) de la independencia. A coste de la marginación social y política de millones de ciudadanos. «Todos tenemos parte de responsabilidad en lo que ha pasado en Cataluña. Todos nos hemos equivocado», ha dicho. Esto no debería sorprender a casi nadie que conozca el serpenteante trayecto del PSC en cuestiones como la inmersión lingüística o la condición jurídica de Cataluña, grandes totems del nacionalismo. Nada que ver con la igualdad y por tanto con el deber (plausible) de un socialista, que debiera ser, precisamente, preocuparse por las desigualdades y no darles cobijo.

Está el poder, con todas las prebendas y tiranteces, sus negocios y acomodaticias dinámicas. Con ese panorama funcionó la España de las autonomías y fue el nacionalismo (de Pujol) pieza clave en su desarrollo. Casi todo era susceptible de pactarse, excepto la independencia. Lo que sucedió después es harto sabido, está documentado y sentenciado en juicio: ruptura y salto adelante, liberación de la bestia. En las jornadas de octubre de 2017, millones de catalanes observamos un flagrante intento por parte de las autoridades de liquidar nuestra condición de catalanes y españoles. Vimos también quemar contenedores, violentar la paz, atentar contra la convivencia. Los demócratas nos quedamos en casa y sólo salimos a la calle para manifestar pacíficamente que tenemos idénticos deberes y derechos que los demás, que nuestros vecinos enloquecidos y sus líderes autoritarios. El señor ministro, sin embargo, nos hace a todos culpables por igual. Se trata, a mi juicio, de la mayor ofensa que podría habernos dedicado a quienes hemos padecido el azote del despótico y opresor nacionalismo en sus días más enfervorizados. Sigue con la misma agenda, por cierto, candidato Illa, mientras nosotros, catalanes que no traicionamos ni a Cataluña ni a España, nos pudrimos entre su grosera equidistancia y el despotismo patriotero.

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