Exótico como una dimisión

pulseras antimaltrato
  • Carla de la Lá
  • Escritora, periodista y profesora de la Universidad San Pablo CEU. Directora de la agencia Globe Comunicación en Madrid. Escribo sobre política y estilo de vida.

En España, dimitir es un fenómeno poltergeist. Aquí un cargo se defiende como un feudo medieval, hasta que el enemigo —léase la opinión pública, los jueces o los propios compañeros de partido ¿el pueblo?— derribe las murallas. La razón es que la dimisión se interpreta como un fracaso personal, casi infantil, cuando debería celebrarse como un servicio público encomiable. Un político que renuncia no se hunde: demuestra que tiene sentido institucional. En cambio, el que se aferra transmite la idea bochornosa de que el poder es un botín personal, sin consecuencias…

El último escándalo, el de las pulseras de protección a las mujeres maltratadas (el bastión más importante del Ministerio de Igualdad), convertidas en amuletos tecnológicos de dudosa eficacia, vuelve a recordarnos que aquí la dimisión es un accesorio exótico, una palabra extranjera, casi intraducible a nuestro idioma político: ¡un insulto!

El caso es grave: dispositivos que deberían garantizar seguridad se convierten en un fallo masivo que nos muestra lo contrario: desprotección. La deontología política y la madurez democrática, señalan que la ministra responsable debe asumir la culpa y dejar el cargo sin aspavientos (el cargo no es un pisito que se ha comprado con el sudor de sus años trabajados..¡no!). Porque dimitir no es un harakiri, es un acto de higiene: reconocer errores, restaurar confianza y ceder el testigo para que la institución siga funcionando. El Ministerio, credibilidad y buen funcionamiento; la dimisión, una figura inteligente y elegante. No una derrota, un gesto de dignidad.

En Europa, los ministros dimiten por usar la tarjeta del trabajo para comprar una chocolatina; en Reino Unido, más de uno ha dejado su escaño por aparcar donde no debía. Allí, la reputación importa tanto como la legalidad. Aquí, en el Gobierno de Sánchez, la reputación es sinónimo de resistencia.

No siempre fue así. Adolfo Suárez dejó la presidencia en 1981 por puro sentido de Estado. Y Willy Brandt, en Alemania, renunció en 1974 porque un colaborador resultó ser espía. Nadie les obligó a marcharse, lo hicieron porque entendieron que la política no es propiedad privada, sino responsabilidad delegada. En el lado pegajoso de la vida pública tenemos a Irene Montero, que no soltó su chiringuito personal pese al estropicio jurídico del “solo sí es sí”, o a Pablo Casado, que se enrocó en el máster de pan y melón hasta que la evidencia lo expulsó de la escena. Izquierda y derecha unidas por un mismo reflejo: el perro me ha comido los deberes.

La ministra Redondo debería analizarlo con una sonrisa serena: no como un castigo, sino como una oportunidad, hacer algo verdaderamente exótico y valioso; dimitir con pundonor, y no sería un suicidio político, sino un acto de magia democrática; reconciliar a los ciudadanos con la idea de que el poder se sirve, no se posee. Tan insólito como revolucionario.

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