Derribo del catalanismo, con Otegi al fondo

Derribo del catalanismo, con Otegi al fondo

De entre todas las derivas ocurridas en Cataluña desde 2012, hay una elocuente. La imagen que mejor la resume es la de Arnaldo Otegi tratado en la calle como un personaje notable y simpático. Una figura con quien hacerse fotos y sonreír, incluso con niños posando. El significado de este hecho tiene implicaciones históricas, no ya morales o de higiene política. Algunos comentaristas han bautizado dicha deriva (un proceso dentro del ‘procés’) como ‘batasunización’; otros incluso han recordado el ambiente del Ulster. Hace muy poco tiempo, nadie hubiera imaginado que la cosmopolita Barcelona celebrara con cariño la presencia del que fue militante de una organización terrorista.

¿Cómo hemos llegado a esto? Retrocedamos un poco, a las décadas del pujolismo, régimen que edifica la actual comunidad política, Cataluña. Los activos de su ingeniería social tenían como eje al ‘catalanismo’, una idea patriótica dominada por el pactismo, la salvaguarda de los negocios y los inevitables rollos culturales (la lengua “vertebradora”). Nacionalismo receloso de las comunidades inmigrantes (años cincuenta y sesenta), a las que deseaba absorber, catalanizar. Está escrito todo en el Programa 2000. Un plan con presupuesto anual y ganancia paulatina de competencias, gracias a eso que en Madrid llaman “gobernabilidad”. En suma, la obra de Pujol puede resumirse en la idea romántica de una recuperación patriótica junto a la edificación de un pseudo-Estado, formado por innumerables instituciones, su cuerpo funcionarial y consiguientes redes clientelares.

Con el gobierno de Pasqual Maragall, la nación (o su ensayo, es decir, el nacionalismo) no se resiente. Es más, integra a un espectro electoral antes refractario a las emociones nacionales: las izquierdas ideológicas (donde no estaba ERC). Así, se monta el tripartito y se consigue atraer al catalanismo a los apáticos, a los que la caída del Muro de Berlín había dejado sin sueños. Por tanto, en el empeño de Maragall (un burgués con conciencia social) el nacionalismo conoce nuevas energías. Estéticamente, la izquierda catalana se nacionaliza y ya no se avergonzará nunca más (o de momento) de enarbolar la bandera de la patria frente a los enemigos (España, franquista ad eternum), relegando viejas reivindicaciones sociales.

El siguiente hito que explica lo de Otegi en Barcelona en plan rock star, viene de Artur Mas. Y se refiere a otra integración, más minoritaria, no por ello de menores implicaciones estéticas. Hablo de la CUP, meollo antisistema que, como el vasquismo abertzale (y ETA) encontraron un nexo entre los movimientos de liberación nacional y el marxismo-leninismo, sin ruborizarse. Tampoco piense el querido lector que estas diatribas teoréticas preocupaban o preocupan mucho a la militancia ‘cupera’, más formada en torno a unas litronas de cerveza que con libros. El abrazo burgués a los antisistema tuvo como resultado que los hijos de esos burgueses votaran a los revolucionarios de flequillo abertzale, para hacer la gracia o imitando las imbecilidades políticas de papá Mas.

Y aquí aparece Otegi, convenientemente paseado por tierras catalanas por el diputado de la CUP David Fernández. Luego ERC lo ha estado mimando (Rufián de anfitrión) en medio del desmadre del ‘procés’, con Puigdemont huido y las embestidas dialécticas del actual morador de Palau. Aguas muy revueltas y dos millones de catalanes cada vez más radicalizados han servido no ya para una foto, sino para el desembarco en Cataluña de las maneras y discurso del mundo abertzale. ¿Antesala de cosas más desagradables, quizás la violencia? Me refería antes a una ‘deriva’, aunque comienzo a sospechar que se trata en realidad de un ‘derribo’. Un ‘derribo’ de aquel nebuloso catalanismo de orden que nadie sabe ya dónde está y que, o tempora, o mores, casi nadie parece ya esperar.

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