En defensa de la igualdad
Cada vez son más las voces que reclaman una solución política al problema de Cataluña. Acto seguido, estas mismas voces nos explican que con la ley sólo no basta y que es imprescindible acudir a la política para resolver el conflicto. El último en sumarse con entusiasmo a esta creativa tesis ha sido Albert Rivera en la entrevista publicada el domingo 6 de noviembre en El País. Aunque, ciertamente, no es la primera vez que apunta esa idea ni que obra en consecuencia.
El gran problema no es el nacionalismo de los nacionalistas sino el de quienes, sin supuestamente serlo, se comportan como si lo fueran… y, desde luego, que quienes ciertamente no lo son hayan renunciado expresamente a plantar cara a quienes quieren abundar en la idea de que España es una suma de parcelas con intereses contrapuestos en lugar de un país de ciudadanos libres e iguales en derechos y obligaciones. Y que, bien por intereses electorales o pereza intelectual, defiendan ya un proyecto asimilado al del nacionalismo. O utilicen argumentos semejantes a quienes no tienen otro objetivo que seguir obteniendo ventajas políticas y privilegios económicos a costa del conjunto de los ciudadanos españoles. Hablar de problema catalán —que es lo que se colige de la fórmula reformas que necesitan los catalanes— como algo fragmentado o escindido del resto de España es demencial; esgrimir una solución política como un ente diferenciado del resto de España y de la aplicación de la ley, un inmenso error.
No existe un problema catalán ni con Cataluña, sino un grave problema en España al estar en tela de juicio nuestra ciudadanía compartida. Este problema, de extrema gravedad, no afecta a unos determinados y pretendidos nativos, residentes en una determinada parte del país, sino al conjunto de sus legítimos titulares: los ciudadanos españoles. Cuando se quiere fragmentar la ciudadanía, y se pretende ejercer un ficticio derecho a decidir para realmente privarnos del verdadero derecho a decidir que detentamos el conjunto de ciudadanos españoles sobre las cuestiones que nos afectan. Estamos ante un problema de magnitudes considerables, que afecta a todos los ciudadanos, no a una parte de ellos. Aunque algunos aún no lo entiendan, la ciudadanía no nos la concede nuestro lugar de origen ni nuestros afectos geográficos: es respetable que los tengamos, pero a efectos políticos son irrelevantes. Lo que nos hace ciudadanos es la ley común, democráticamente otorgada, que es igual para todos y frente a la que todos somos iguales. Esa ley se puede modificar por los cauces democráticamente establecidos y a través de los procedimientos que todos debemos cumplir. Lo que no se puede modificar ni derogar en ningún caso es nuestra cualidad de ciudadanos. La ciudadanía no viene configurada por una historia, lengua, sangre, etnia o leyenda comunes, ni siquiera por unos lazos culturales o afectivos compartidos, sino por la ley que nos iguala y permite la convivencia entre diferentes. Nuestra comunidad política es democrática porque no se asienta en ninguna baja pasión, ni en elemento emocional alguno, sino en el aglutinante de la ley común, elemento racional a partir de cuyo cumplimiento cada uno puede ser tan parecido o diferente al vecino como le plazca. Así, haber nacido o residir en un lugar o en otro de España no puede concedernos un estatus jurídico o económico privilegiado.
Si el planteamiento que algunos hacen del problema es grave, la solución que ofrecen lo es aún más. Entre la ley y su incumplimiento no existe una tercera vía, por más que se empeñen en dibujar soluciones mágicas e imposibles. En democracia, no hay nada fuera de la ley. Cuando un gobierno legítimo y democrático plantea el estricto cumplimiento de la legalidad vigente, y otro, de idéntica naturaleza, propugna el desacato a la ley y un golpe de Estado institucional, aunque sea por fascículos o a cámara lenta, inmediatamente la simetría entre ambos queda rota. No se puede poner en pie de igualdad ni repartir cuotas de responsabilidad entre quien cumple las reglas del juego y quien sistemáticamente las ignora y vulnera. La modificación de las leyes, opción legítima y hasta recomendable en muchos casos, jamás puede presentarse como atractivo idóneo para propiciar que algunos bajen del monte. Deben bajar del monte aunque las leyes no se modifiquen e incluso aunque prometamos no hacerlo. Que modifiquemos las reglas del juego ha de ser una decisión legítima de todos nosotros, tomada sin presiones ni chantajes y, desde luego, nunca configurada como intento de calmar o integrar a los que han hecho de su voluntaria exclusión del sistema todo fundamento político. Nuestras normas se habrán de cambiar, además, en el sentido contrario a lo que algunos proclaman: para garantizar una financiación justa e igualitaria, para eliminar privilegios fiscales y asimetrías inaceptables como el concierto económico vasco o el convenio navarro o para recuperar para el Estado competencias legislativas en Educación, Sanidad y Justicia, preservando así el igual acceso a los servicios públicos de todos los ciudadanos, con independencia de su lugar de origen o residencia. Es poco probable que los nacionalistas bajen del monte cuando estas propuestas se lleven a cabo… así que es mejor no prometerles modificaciones legales que les acomoden si bajan del monte.
Determinadas declaraciones parecen el preludio de un pacto fiscal para Cataluña. Esto es, de nuevo, un ataque a la igualdad de todos los ciudadanos españoles. Abonado el terreno de las supuestas soluciones políticas, esperan que nadie alce la voz. Por desgracia para ellos, UPYD siempre estará enfrente de cualquier chanchullo que fracture la convivencia y consolide la segregación entre ciudadanos de primera y de segunda. Para nosotros, el objetivo político ha de ser bien distinto. No se trata de acomodar a los territorios, entes inanimados y carentes de derechos, y menos aún a los insaciables nacionalistas, expertos seculares en hacer del chantaje estrategia única de acción política, sino de garantizar y preservar más bienestar y más igualdad para todos. Del acomodo real de este valor político, la igualdad, hoy olvidado premeditadamente por demasiados, depende nuestro futuro.