Cuando la amnistía convirtió el robo en «conflicto político»
La de amnistía es la ley más corrupta de toda la democracia. El otorgar la impunidad a una banda de delincuentes políticos a cambio del poder podría bien encuadrarse en el delito de intercambio político mafioso, inserto en el código penal italiano después del sacrificio de los heroicos jueces antimafia Giovanni Falcone y Paolo Borsellino a manos del clan de los Corleonesi.
A la luz de la cadena de encarcelaciones de dirigentes del PSOE y de los registros de ministerios y empresas públicas por la UCO que está sacudiendo a diario la actualidad española, la Ley de Amnistía se explica en toda su dimensión. También lo hacen sus pasos complementarios, como fue la rebaja de la consideración penal de la malversación de fondos públicos.
La amnistía sólo se entiende desde la íntima y profunda complicidad entre los que consideran lo público como algo propio, al servicio de sus intereses particulares, ajenos al bien común, como hizo la élite golpista catalana el 1- O y como han venido haciendo en el PSOE desde que Sánchez llegó a La Moncloa.
De hecho, la reiterada ausencia de los Presupuestos Generales del Estado no sería tanto un problema de falta de apoyo parlamentario, como un efecto de la certeza sanchista de que no es necesario que el balance de ingresos y gastos de la cuenta corriente del partido sea sometido a aprobación por terceros en las Cortes.
La relectura de la Ley de Amnistía bajo el prisma de la marea de corrupción que anega al Gobierno, al partido y a la familia de Sánchez, prefigura la misma solución de desatranque para la cloaca socialista que la que se aplicó al pozo negro de la élite golpista catalana: la impunidad.
Véase bajo esta perspectiva el preámbulo de la Ley de Amnistía cuando señala:
«Estos hechos comportaron una tensión institucional que dio lugar a la intervención de la Justicia y una tensión social y política que provocó la desafección de una parte sustancial de la sociedad catalana hacia las instituciones estatales, que todavía no ha desaparecido».
Mucho más profundas son la convulsión y la desafección que está generando en la sociedad española la erupción excrementicia del poder de Sánchez, incluida la desconfianza hacia las instituciones estatales, nada menos que el Ministerio de Hacienda, por ejemplo. Desconfianza también «reavivada de forma recurrente -prosigue el preámbulo- cuando se manifiestan las múltiples consecuencias legales que siguen teniendo, especialmente en el ámbito penal».
Si sigue la misma lógica, Sánchez podría estar pensando en someter también a un proceso de amnistía todos sus escándalos de corrupción «como un paso necesario -continúa el preámbulo- para superar las tensiones referidas y eliminar algunas de las circunstancias que provocan la desafección que mantiene alejada de las instituciones estatales a una parte de la población». Más aún cuando las consecuencias de esta desafección «podrían agravarse en los próximos años a medida que se sustancien procedimientos judiciales».
De hecho, la Ley de Amnistía justifica su virtuosidad en que el procesamiento y eventual condena e inhabilitación de las personas inculpadas «produciría un trastorno grave en el funcionamiento de los servicios en la vida diaria de sus vecinos y, en definitiva, en la convivencia social».
Por la misma razón, la eventual condena de todos los implicados en la corrupción del PSOE podría suponer una quiebra profunda del apego a las instituciones podridas por el Gobierno, por lo que, según la Ley de Amnistía, la solución del problema «pasa por finalizar la ejecución de las condenas y los procesos judiciales que afectan a todas las personas, sin excepción».
En sus sueños de poder más lúbricos Sánchez estaría atisbando la posibilidad de borrar los delitos de su partido y de sus más estrechos colaboradores, pues queda diáfanamente explicitado en su preámbulo que la Ley de Amnistía «no puede interpretarse como un alejamiento de nuestro marco legal».
«Muy al contrario –continúa el preámbulo– es una herramienta que lo fortalece y mira hacia el futuro, devolviendo al debate parlamentario las divisiones que siguen tensando las costuras de la sociedad, mediante una renuncia al ejercicio del ius puniendi por razones de utilidad social que se fundamenta en la consecución de un interés superior: la convivencia democrática».
Es cierto que para llegar al punto en que la amnistía de los delitos de su régimen cleptocrático pueda justificarse por «razones de utilidad social» y como un servicio a la «convivencia democrática», Sánchez deberá hacer el último gran alarde de prestidigitación: convertir el saqueo de las cuentas públicas por parte del PSOE en la consecuencia de un «conflicto político», como ha hecho con la malversación cometida por la elite golpista catalana.
La parte más funesta de la historia del PSOE nos ha dejado ya lecciones escalofriantes al respecto de su inclinación por subvertir la realidad, como aquel golpe de estado de 1934 que lideró contra el orden constitucional republicano después de la victoria de la oposición derechista, disfrazado de levantamiento revolucionario para frenar a la ultraderecha.
La amnistía para aquellos golpistas, incluidos asesinos y expoliadores, recuérdese a los verdugos de los mártires de Turón o los asaltantes de la cámara santa de la catedral de Oviedo, fue la piedra de toque del programa electoral del Frente Popular en las elecciones de febrero de 1936.
Nada está escrito. Todo en el mundo paralelo de Sánchez es imprevisible e impredecible. Pero no es descartable que al final terminen clamando que se vieron obligados a robar a manos llenas para «frenar al fascismo».
De hecho, ese argumento ya lo usaron en 1936. Además, es el mismo que está aplicando su socio Maduro en Venezuela. No empero su consejero áulico, y ahora parece que también chivato, es Zapatero, inventor de la «memoria histórica», que al final resultaría que estaba pensada para esto.