Cataluña: independencia es decadencia
Han pasado ya veinte años desde que Zapatero se arrancó por sardanas y dijo en un eufórico mitin de partido que aprobaría como presidente del Gobierno de España lo que el Parlamento de Cataluña dictaminara. Actos seguidos, todo lo que ha salido desde la cámara de representación de los catalanes ha sido un órdago constante a la legalidad constitucional, al Estado de derecho y a la convivencia. La sucesión de mandatarios al frente del gobierno del seny insano en los últimos tres lustros, fruto de convocatorias electorales continuadas, roza lo esperpéntico, y evidencia que la otrora locomotora de España ha priorizado su intrascendencia económica, su irrelevancia cultural y su ruina social antes que el mantenimiento de un statu quo que le hizo foco de inversión y espejo de Europa durante décadas.
Ahora llega otra llamada a las urnas en la que, de nuevo, la mitad de Cataluña votará abducida por una idea que nunca se producirá. Con la promesa renovada y la fe intacta, escucharán, de nuevo, que están a punto de conseguirlo. Y bajo el manto de ese mito utópico, hijo de una historia inventada, se sucederán los victimismos, agravios y demás llantos de plañidera subvencionada con los que el nacionalismo ha destrozado la región que dice amar.
Cataluña respira en permanente paradoja inversa, que presenta falazmente a los ilegales sin legitimación moral como decentes responsables públicos, respetuosos de los derechos civiles, y a los vigilantes de la ley y la Constitución como impertinentes fascistas invasores de las esencias democráticas. Un sindiós político donde el Estado abdicó hace tiempo de sus funciones y ya todo queda supeditado a la nueva locura ordenada por el canciller de Waterloo. Asistimos a un presente decadente y a un futuro tenebroso por la insistencia de gran parte de aquella sociedad acomodada en elegir a quien más ha depredado su esencia. Viven, quienes votan a truhanes de la verdad que sólo hablan de la lengua catalana mientras en castellano se llevan el dinero a Andorra, en esa democracia del impulso, pseudo dictadura de lo emocional que inhibe a sus ciudadanos de cualquier cortejo de la razón, allí donde las vísceras ejercen de anfitrionas con cada debate y retórica subversiva.
Pero si de votar con las tripas se trata, que lo hagan de verdad. Independientes no lo serán nunca, aunque independentistas ya lo sean de por vida. Pero al menos pueden y deben rebelarse contra aquellos que siguen esquilmando sus bolsillos al grito de referéndum, sabedores de que, con cada apelación a la independencia, la cuenta corriente de los padres de la patria catalana aumenta un poco más, mientras Cataluña cada vez es un poco menos.
Ante la imposibilidad de unir al constitucionalismo en una sola candidatura, deseable por mor del perverso sistema electoral que proporciona a los enemigos de España su principal vitamina existencial, es preciso en consecuencia unir al votante no independentista en torno a los asuntos del comer que tanto preocupan al catalán con sentido. Con la inseguridad desatada, la inmigración descontrolada y la economía, parada, las inversiones huyen y el futuro delata ruina. Si contra eso no se reacciona, ya nada podrá seducirles, salvo la dura realidad en forma de dictadura impuesta o exilio consumado.
Algo sí es notorio y comprobable: cada vez que se habla de independencia, el ciudadano paga a la Generalitat. Cada vez que se habla de transporte, educación, sanidad, infraestructuras, gestión, inversión, turismo, la Generalitat paga al ciudadano. Aquellos que viven de lo primero, seguirán impenitentes en su desafío al orden, que no es más que mantener ordenado su creciente parné señero. Quienes necesitan lo segundo, tienen una oportunidad, quizá la última, de repetir lo que pudo ser y no fue en 2017, pero esta vez, con nombres, hombres y mimbres de verdad.