Carlin: el demócrata
Siempre he tenido en consideración periodística a John Carlin, especialmente cuando escribe sobre deporte, con ese estilo tan poco británico de contarnos las historias y retratarnos el lado íntimo de un personaje. Reconozco haber disfrutado de su recopilatorio ‘La Tribu’, un repaso descarnado del fútbol pasado por el microscopio esquinado de hincha insular que ha viajado por las barras bravas de los estadios de medio mundo. Devoré ‘La sonrisa de Mandela’ con la misma fruición que hice con ‘El factor humano’, obras que ya pertenecen al canon deportivo heterodoxo. Como opinador futbolístico, al margen de filias y fobias, sabe combinar criterio y pasión, pues el fútbol es como aquel verso de Rubén Darío: «Lo peor, lo más terrible, es que vivir sin él es imposible”.
Pero existe otro Carlin, el comentarista político, el tribunero provocador, el ultra irrespetuoso, que primero vomita esputos y luego mira donde caen, sin más consideración que obedecer a su bolsillo ideológico. Un juntaletras cansino y bien pagado de sí mismo que rezuma bilis a cada párrafo, sin más preocupación que la de su propia cuenta corriente. Alguien —que necesita de crítica y criticones— de oídos rechinados que menten su nombre por doquier. Con el referéndum sobre la paz en Colombia de por medio, hemos descubierto al Carlin sectario que muchos intuíamos que llevaba dentro. Primero se lanzó un órdago, en artículo firmado en El País verdaderamente deplorable (James es un cobarde, ¿sí o no?, El País 24/09/2016) en el que exigió al futbolista del Real Madrid, James Rodríguez, que tomara partido a favor del ‘Sí’ en el proceso. Sometió el crédito de todo un héroe nacional a las consecuencias de un monosílabo traicionero. Vino a decir que si no se posicionaba sería un cobarde adinerado en cuya conciencia caería no se qué peso de la historia. Lo peor de cierta hiprogresía es que construye su relativismo en base a criterios de verdad o mentira, de buenos, malos y peores, sin más tamiz que el de su propio prejuicio y rencor ideológico.
Por si fuera poco, días después se despachó con otra tribuna igualmente deleznable —entre medias seguía escribiendo sobre el proceso y la obligatoriedad del Sí, como si se jugara las habichuelas morales en ello— que tituló ‘El año que vivimos estúpidamente’, El País, 3/10/2016. Cuando logré terminar el escrito, en mi mente se grabaron frases que tuve que releer para cerciorarme de que el señor Carlin no estaba insultando al pueblo de Colombia. Llamó ignorantes, inconscientes e irresponsables a esos votantes del No, por haberse dejado manipular por Uribe y permitir que triunfara la mentira. Según el escritor, con la negativa al plan de Juan Manuel Santos y del asesino Timochenko, «se perpetúa una guerra civil de medio siglo». Quizá no sepa Carlin —cuando se escribe con rencor, la mesura y la memoria son las primeras en huir del blanco del folio— que la propia estructura política del partido del gobierno, dividido en torno al plan, con un presidente en horas bajas de popularidad y carisma y con un vicepresidente, Germán Vargas, ocupado en su propia agenda política, fue decisiva para que muchos se movilizaran contra esa falsa unidad. Muchos analistas coinciden también en que la devastación que causó en algunas regiones el paso del huracán Matthews fue igualmente determinante en la desmovilización. A ello habría que sumarle la estrategia certera que los opositores al acuerdo fermentaron con base en el respeto a unos valores de tradición y seguridad que Santos no supo alimentar. Todo eso lo olvida deliberadamente Carlin. Porque es peor rectificar o admitir una derrota que asistir al derribo del edificio intelectual sobre el que has edificado tus creencias.
En Colombia quien votó ‘No’ fueron las familias y conciencias que fueron secuestradas, torturadas y asesinadas por una guerrilla terrorista, a la que sólo apoyan quienes abrazan sus fines y métodos. Ganó el ‘No’ porque el olvido es el peor medicamento contra el dolor. El comunismo de medio mundo, políticos de cartón piedra y terroristas no redimidos como Otegi han criticado el resultado del referéndum. Es decir, los mismos que creen y defienden ideologías que han causado y causan terror, muerte, miseria y oprimen la libertad. Carlin estará contento de pertenecer a ese museo de autoridades, factor humano de la indecencia.
Yo me sigo quedando con el Carlin que escribe sobre deporte y deportistas, que debe enseñar mucho a ese otro que intenta pontificar al mundo qué es lo correcto y, por tanto, qué se debe hacer y decir para que se cumplan los criterios de moralidad fetén. A Carlin le queda el consuelo de ver cómo a Santos le han dado el, cada vez más devaluado, Premio Nobel de la Paz. Que le pida una parte. La obediencia debida lo merece.