La bandera ultrajada
La semana pasada tuvo su foco político informativo en torno a una mesa del Palau de la Generalitat en Barcelona. Allí se rodó la última escena —hasta ahora— de la obra de teatro dirigida por Moncloa, con la colaboración especial de la versión progre del separatismo catalán por el que el PSOE siente una particular adicción desde su fundación en aquellos infaustos tiempos de la Segunda República.
Aunque lo cierto es que ERC es tan separatista como los de Puigdemont, pues sólo discrepan en los medios y en los ritmos. Ahora andan a la greña disputándose entre ellos el liderazgo, que tiene como suculento botín la Presidencia de la Generalitat. Una idea clara del nivel freático alcanzado por el antaño «oasis político» catalán, hoy devenido en un yermo terreno de ensoñaciones y quimeras, lo indica que un personaje como Puigdemont —huido en el maletero de un coche cual el conseller Dencás escapando por las alcantarillas el 6 de octubre de 1934 tras su entusiasta apoyo del «Estat Catalá» anunciado por Companys— sea en este momento aclamado por un millón de catalanes como un presunto presidente mártir. En Waterloo es una parodia del emperador de los franceses que de allí acabó en Santa Elena.
En el «interior», Aragonès hace las veces de Junqueras, y se ha convertido en el báculo exterior del Gobierno socialcomunista de Sánchez, que precisa de sus trece diputados para sostenerse. Recordarán aquel tuit de Rufián «155 monedas de plata»; ahora son 13, pero para Sánchez valen su peso en oro. Con ellas compra mesas de diálogo, indultos y hasta ofensas a la bandera nacional.
Con un Gobierno que está en manos de quienes quieren su destrucción, son continuas las ofensas a los símbolos nacionales. Estos días hemos vivido un ultraje por partida doble y particularmente mezquino con el señor Sánchez de protagonista. Si ya fue demasiado que él y seis de sus ministros se desplazaran a Barcelona para negociar «de tú a tú» con el Gobierno autonómico el presente y el futuro de España, resulta indescriptible su escena saludando la bandera catalana cual si estuviera ante la zarza ardiente del Sinaí. Una cosa es mostrarle el debido respeto, y otra el patético servilismo exhibido. Todo exceso es mediocre, y en Sánchez la mediocridad siempre se expresa contra lo que tiene el deber de respetar y proteger. En justa correspondencia a su servil gesto, tras la intervención sanchista, su anfitrión mandó retirar la Bandera nacional de forma pública, para hablar solo ante la señera reverenciada por su invitado.
Lo sucedido no es sólo un problema de protocolo o de mala educación. Es mucho más grave. Los símbolos nacionales tienen el valor debido por lo que representan, y la Bandera representa la Patria. Por ello se la dota de una protección reforzada en la Constitución y en las leyes. De igual forma, el reglamento de honores debidos a la Bandera es máximo para los Ejércitos, que en la Carta Magna tienen encomendada la misión de preservar la unidad nacional y el ordenamiento constitucional. Por la Bandera de España generaciones de compatriotas han combatido y entregado sus vidas, y son enterrados envueltos en sus pliegues. No es un pedazo de tela pintada con unos colores, sino que es un símbolo cuasi sagrado por lo que encarna y representa.
En ningún país del mundo se aceptaría impávidamente la ofensa cometida como colofón a una infausta jornada protagonizada por Sánchez y sus seis ministros a modo de peaje para que le aprueben sus presupuestos. Con Podemos y ERC, tiene 168 votos en el Congreso, y los siete que le faltan están en manos de Otegi y Bildu. También allí en el País Vasco vemos los peajes que pagan las víctimas del terrorismo con los homenajes tributados a personas cuyo mérito es haber asesinado a compatriotas por discrepar de su particular paraíso terrenal euskaldún.
La estancia de Sánchez en La Moncloa está resultando muy onerosa para la autoestima y dignidad nacionales. El PSOE está escribiendo con él una negra página de la Historia de España, de la que le va a costar recuperarse. Si es que lo consigue.