El balance bravucón de un enfermo de egolatría

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Uno de los columnistas más célebres del siglo XX recibió el encargo de su medio de escribir un balance del año cumplido. Y empezó (y casi terminó) de esta guisa: «Los balances son inútiles; sólo favorecen a los que los hacen». Escuchando a Pedro Sánchez esta semana blandiendo un rosario de glosas encendidas a su labor y de críticas villanas a todo aquel que no se adosa a su chepa, entendí perfectamente la aportación literaria de Carlos Luis Álvarez, el Cándido de la mejor prosa periodística de hace una treintena de años. Si además resulta, como es el caso, que el que presenta su balance se adjetiva a sí mismo y textualmente como el «guardián del decoro», se comprenderá que no estamos ante un político común, al uso, que rinda humildemente sus cuentas anuales ante el público en general.

Estamos ante un terrible enfermo de egolatría. Un público, por cierto, representado por periodistas que tuvieron que aguantar sesenta minutos de espera porque el señor no había cerrado su acuerdo con los otros comunistas más radicales de su Gobierno de ultraizquierda. Hace unos años -¡cómo cambian las cosas!- Mariano Rajoy retrasó un cuarto de hora su comparecencia ante los informadores y tuvo que sufrir la intemperancia de uno de ellos que, apenas presentado en la Conferencia de Prensa, le espetó así: «Cinco minutos más y nos hubiéramos marchado». Claro está que Rajoy, hombre de trayectoria académica y profesional envidiable, no se creía «guardián» de ninguna esencia; sólo un político que había ganado las elecciones.

Porque esa es otra: Pedro Sánchez se ufana ante el país de haber vencido en las elecciones del 23 de junio, nada dice por supuesto de las del 28 de mayo. Hace dos días presumió sin colorear su faz, de haberse apuntado un «éxito» adelantando los comicios generales. Algunos periodistas independientes que, por encargo superior, tienen que soportar las comparecencias de ese sujeto narcisista, petulante, creído, afirman que realmente Sánchez se ha llegado a creer, tras una terapéutica de convencimiento pertinaz, que el auténtico triunfador en el verano fue él: Pedro Sánchez Pérez-Castejón. Que goza no menos que de 200 escaños. Les contaré un chascarrillo: tres años han pasado desde que, infortunadamente, nos dejó el genial Pepe Oneto. Él ya hacía gracias diversas sobre la personalidad de Sánchez y contaba este chiste de los tiempos de Franco: se reunían en amigable cambalache, Hitler, Mussolini y el propio Franco, y aseguraba el primero: «Yo soy el enviado de Dios». Decía el segundo: «Te equivocas Adolf; soy yo el elegido del Altísimo», y finalizaba así el llamado Caudillo: «No creo haber enviado a nadie». Sustituyan a Adolfo por, sin ir más lejos, el oscuro Scholz, al italiano por la ultraderechista Giorgia Meloni, y la ocurrencia queda perfectamente, acreditada, justificada.

En el colmo de la desvergüenza se retrata como el gran estilete de la corrupción, del embate contra un vicio que -hay que recordarlo- sufrió su partido con casos espeluznantes: desde Filesa hasta la misma Cruz Roja, nadie, ni nada, quedó exento de la mierda (perdón) socialista. Y por ir más cerca: ¿cabe mayor corrupción que perdonar su putrefacción económica a los malversadores de octubre del 17? ¿Es o no una depravación abyecta aliarse, besarse, con los estercoleros más porcinos de nuestra sociedad, los herederos de los asesinos de ETA? Y a más a más: ¿corrupción en el anterior Gobierno del PP? Pues, ¿no ha quedado acreditado que sólo la «morcilla» intencionada y golfa de un juez sectario fue la causa de la moción de censura contra Rajoy? Ahora mismo, diversos estamentos de la Unión Europea analizan al detalle cómo es posible que el atraco que perpetraron los golpistas de Cataluña haya sido disimulado, y en parte condonado, por el Gobierno de Sánchez. ¿Estamos seguros de que Europa se va a tragar, como si nada hubiera ocurrido, la malversación de caudales públicos de forajidos como Puigdemont, Torrente, Torrá, Junqueras, Aragonés y de toda la canalla independentista? Ni hablar.

En su atropellado balance, completado por una comparecencia ante la prensa todavía más ufana, Sánchez no tuvo un solo minuto para detenerse en la advertencia reciente del Rey: «Fuera de la Constitución no hay democracia». Está dejando, incluso alentando, que sus socios, todos sus socios, se cisquen sin comedimientos en el monarca sin que de él, o sus corifeos, salga otra cosa que el adosamiento aprovechado y falaz a la Norma que tanto defendió en Nochebuena el Rey Felipe VI. Este es un presidente al que sentencia con severidad la opinión nacional (ya también, afortunadamente la internacional, por lo menos la europea) y aplaude la peor ralea del mundo: los asesinos de Hamás o los filibusteros criminales hutíes. Nada menos. Una compañía con la que Sánchez se siente perfectamente cómodo porque, no en vano, es la franquicia de ETA, sus amigos más queridos.

Tiene el sujeto tal desparpajo que, sin sonrojarse de nuevo, se conduele por ser objeto de los peores insultos («soy -dice- el insultado») pero éste que se lamenta es un tipo que envió a un bulldozer analfabeto, el reciente ministro por la gracia de Pedro, Óscar Puente, a vomitar los peores denuestos contra Feijóo en su frustrada investidura de en el Parlamento de la Nación. Es el mismo que, día a día, escucha a su peón albañil, Patxi López, la furia del converso, escupir las peores injurias contra la oposición, ese Patxi López que, si recabara a un átomo de decencia, debería tener esculpidas en sus oídos aquellas palabras premonitorias de la madre del socialista asesinado por ETA, Joseba Pagazaurtundúa: «Haréis cosas que nos helarán la sangre». «Cosas» como las que ha cumplido Sánchez con sus monaguillos Santos Cerdán y Chivite en Navarra, donde ha ofrecido en bandeja de plata la alcaldía de Pamplona a un partido sucesor de la ETA que mató a veintisiete personas en esa ciudad, y que atentó contra contra unas cincuentena en todo el Viejo Reino. Este tipo es, según se denomina él mismo, el «Guardián del decoro».

Fíjense: sólo puede salvarle el hecho irrefutable de que se trata de un enfermo egocéntrico al que multitud de psiquiatras diagnostican como «psicópata narcisista». Él no es un paciente, es un activista vendido al comunismo feroz que está destrozando nuestra Patria milenaria y que se dispone a desmontar, uno a uno, los ladrillos de la Constitución con la Corona dentro. A los autócratas les da por eso, ¡ah!, y suelen tener hooligans que les apoyan. Esta es la desgracia, la basura, de España.

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