El antisemitismo y el auge del pensamiento supersticioso

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Nos sorprende que este atroz e irracional antisemitismo se haya extendido por un Occidente (sobre todo en algunas universidades de prestigio) que debería precaverse más ante el antioccidentalismo, sentimiento cruel y revanchista que late sin duda alguna en el corazón de la defensa de una Gaza donde solamente debe de ser inocente la población infantil. Al fin y al cabo el yihadismo, que tanto nos ha hecho sufrir, no es otra cosa. Pero muchos de los principales medios de comunicación e instituciones, culturales y políticas, están poblados por personas que no sólo están intolerablemente sesgadas hacia una izquierda radicalizada, sino que sostienen sin ambages ideas pseudocientíficas (no existe el binarismo sexual), racistas (el hombre blanco habrá inventado los antibióticos o el avión pero es una criatura dañina) o políticamente irracionales (las guerras han traído y traen desplazamientos de población, pero los palestinos se consideran refugiados perpetuos desde el 48). Y estas instituciones, partidos políticos o áreas de la administración pública no descansan para que esas ideas se mantengan aunque sea censurando y excluyendo.

Efectivamente, hemos tolerado que ideologías perniciosas permeasen distintos niveles de la administración imponiendo candidatos a puestos de responsabilidad en función de su acatamiento a lo «políticamente correcto». Por no hablar de tantos cargos políticos puestos a dedo a todos los niveles y sin la menor exigencia de credenciales adecuadas para los mismos. Al contrario, se castiga la búsqueda de razones precisas, del conocimiento científico o de la información sobre la realidad para empujar políticas que sólo pueden acabar de modo similar a los regímenes totalitarios del pasado. No es conjetura: tanto en las naciones fascistas como en las comunistas, el gobierno impuso a individuos leales pero mediocres como directores de importantes instituciones culturales, como vemos ahora en el escándalo de las universidades americanas más prestigiosas.

La primera característica del fenómeno es la disposición de los líderes a mentir sobre lo que están haciendo. Pero es que la mentira ha dejado de ser, como dice la RAE, la «expresión o manifestación contraria a lo que se sabe, se cree o se piensa». O por lo menos ha perdido su carácter negativo. Incluso, véase el caso del presidente del gobierno español, Pedro Sánchez, se reivindica el engaño transformándolo en un mero «cambio de opinión» obligado por las circunstancias. Nuestro presidente en un ejemplo palmario de ese descrédito de la verdad como valor moral.

Las presidentas de esas universidades americanas que siguen permitiendo que se acose a los estudiantes judíos en sus centros lo justifican en función de un «contexto» que se inventan. Hay precedentes. Por ejemplo, el New York Times y la rectora de Harvard, cuando todavía era decana de Artes y Ciencias, habían tergiversado las protestas de Black Lives Matter vendiéndolas como pacíficas e impulsadas por una epidemia de asesinatos policiales por motivos raciales que nunca existió. Como dice Michael Shellenberger, «la manipulación totalitaria del lenguaje está detrás de la destrucción de Harvard, el New York Times y otras instituciones de élite». Y sigue: «El ministro de propaganda nazi, Joseph Goebbels, utilizó una estrategia de «gran mentira» al utilizar información necesaria para pintar una imagen horriblemente distorsionada de la verdad, es decir, de Alemania como víctima de los judíos. En un ensayo de 1974, el escritor ruso Aleksandr Solzhenitsyn publicó un ensayo titulado No vivas de mentiras, que sostiene que el comunismo se basaba en la ilusión de que el gobierno puede cambiar la naturaleza humana para eliminar el egoísmo y la codicia».

La masacre en Israel, en vez de levantar las voces indignadas de los más comprometidos, empezando por feministas que deberían estremecerse ante las imágenes de violencia sexual que han podido ver, está evidenciando un apoyo al antioccidentalismo que ni siquiera proviene únicamente de los musulmanes nostálgicos (¿de la opresión de la que huyeron?) implantados entre nosotros. Es la forma en que lo distorsionan medios e instituciones que son antioccidentales. Como dice Shellemberger: «La manipulación del lenguaje es quizás el aspecto más espeluznante del totalitarismo de los woke porque las palabras que usan los woke no significan lo que parecen significar, y aceptar usarlas a menudo sugiere un acuerdo con una agenda mucho más radical de lo que implica una simple explicación».

Si queremos impedir que se avance hacia el totalitarismo, debemos defender, en sus palabras, «la verdad, la honestidad y la exactitud». Todo lo que no vemos hoy en gran parte de la política «occidental».

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