El absurdo inútil de las mascarillas

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El presidente del Gobierno ha vuelto a imponer el uso obligatorio de las mascarillas en el exterior, como respuesta al aumento de casos de contagio derivados de la variante sudafricana del coronavirus, llamada Ómicron.

Esta decisión no es más que puro teatro, un gesto de cara a la galería. Es verdad que es menos grave que si la decisión hubiese sido la de cerrar toda la actividad económica de nuevo y encerrarnos otra vez a todos, pero también es cierto que, si esto no se ha llevado a cabo, seguramente se deba a que la Justicia ha considerado inconstitucionales los dos estados de alarma aplicados hasta el momento, con lo que de no aplicar el estado de excepción -que no se justificaría por la menor gravedad actual-, no hay herramientas para hacerlo, más que las decisiones de algunas comunidades autónomas que en ocasiones avalan los tribunales superiores de justicia regionales, pero cuyas decisiones pueden terminar por ser declaradas igualmente inconstitucionales en instancias superiores si cabe recurso contra ellas.

Sánchez dijo la verdad en una cosa para justificar que no imponía restricciones: la situación actual no es igual que las anteriores. Sin embargo, su vuelta al uso obligatorio de las mascarillas en los exteriores le hace caer en la incoherencia: si la situación no es igual, sino mejor, que en los anteriores episodios de subida de contagios, ¿por qué restringe nuestra libertad más con esa obligatoriedad de la mascarilla? Otra vez, el motivo político se cierne sobre la lógica y sobre los criterios técnicos: sólo se impone para dar la sensación de que el Gobierno hace algo, pues ellos mismos han instalado en la mente de muchas personas que sólo se lucha contra el virus cuando se prohíbe, lo cual es absolutamente falso.

La mascarilla es un elemento inútil en el exterior y de dudosa utilidad en el interior, pues no hay nada que acredite que frene mucho los contagios. Cuando comenzó a levantarse el mal llamado confinamiento, no había mascarillas, y quienes tenían que ir a trabajar en un lugar cerrado lo hacían sin ella, y quienes iban a comprar al supermercado -lugar cerrado, también- lo hacían sin la misma, y los contagios bajaban tras haber estado encerrados y sin mascarilla en esos primeros momentos de salida de los domicilios. Del mismo modo, cuando empezaron a dejarnos salir a la calle por franjas horarias, toda la población salía al mismo tiempo -cada uno en su grupo de edad-, es decir, formando aglomeraciones, donde ni había distancia ni había mascarilla en esos momentos, mientras los casos de contagios se desplomaban. De hecho, hasta el viernes pasado hemos estado meses sin mascarilla en exteriores y muy limitada en interiores, y los casos han descendido.

La mascarilla es contraproducente por varios motivos: corta el aire a las personas, muchas de las cuales tienen dificultad para respirar con ella -y aunque estén médicamente eximidas, son recriminadas si entran sin ella en cualquier lugar, con lo que de nada sirve esa exención- y hace que respiremos constantemente el dióxido de carbono que exhalamos, que es perjudicial para la salud. Adicionalmente, es algo que termina por ser antihigiénico, pues es un nido de gérmenes y bacterias. Por el otro lado, no está demostrado que sirva eficazmente para cortar la transmisión del virus; si fuese útil, estaría todo solucionado. Sólo sirven de elemento de falsa autoconfianza.

Lo único que los datos demuestran que es útil es el uso de las vacunas, que reducen muchísimo el riesgo de enfermar gravemente, de manera que están logrando -junto a la lógica evolución del virus hacia una mayor capacidad de contagio pero con una menor gravedad- que la mayoría de infectados actuales no tengan síntomas o sean los de un catarro. Ésa es la realidad: mucho contagio -también porque ahora se hacen muchos más test-, pero, gracias a Dios, pocos casos graves, siendo la mayoría leves o sin síntomas.

El camino a seguir es el inverso: en esta mitad de nuevo año en el que entraremos, debería poder abandonarse el uso obligatorio de la mascarilla en todos los lugares y dejar atrás la psicosis en la que vivimos, desde el análisis riguroso de los datos. Desgraciadamente, seguirá habiendo personas que fallezcan de coronavirus, pero ya en unos niveles -salvo sorpresa triste- similares a los de cualquier otra enfermedad. La ciencia ha conseguido minimizar los daños, y los próximos fármacos habrán de completar este hito. Por supuesto, es triste el fallecimiento de cualquier persona, tanto por coronavirus como por cualquier otra enfermedad, pero en términos agregados debe procederse a un análisis sosegado y riguroso, porque, si no, los suicidios, que han aumentado un 7,4% en 2020, aumentarán todavía más, lamentablemente, así como el conjunto de enfermedades mentales, por no hablar de las circulatorias originadas por la ansiedad, falta de movimiento y por la preocupación de la ruina económica que se puede consolidar de no comenzar la vuelta a la normalidad sin adjetivos.

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