El embrujo del vino tinto
Uno llega al vino tinto como quien vuelve a casa de noche: guiado por el instinto, la memoria y un deseo que no necesita explicación. El tinto tiene algo de abrazo y algo de confesión, un punto de misterio y un pulso antiguo. Es una liturgia íntima, casi doméstica, que acompaña la alegría, la duda o la tregua del día. Aprovechando que mañana, 24 de noviembre, se celebra el Día Mundial del Vino Tinto, os invito a deteneros un instante, a brindar por su lugar en nuestra vida y a escuchar a quienes mejor lo entienden. Tres voces, tres miradas, tres formas de aproximarse a ese misterio líquido: dos sumilleres que ejercen su oficio a pie de copa y una bodeguera que vive el vino desde la raíz del terruño. Ante la pregunta aparentemente sencilla —pero siempre difícil de responder— de cómo debe ser el tinto perfecto, todos coinciden en algo esencial: el vino perfecto no está en la perfección, sino en la verdad.
Julia Losantos: el origen como brújula
Hay bodegueros que describen su trabajo como una profesión y otros que lo viven con auténtica pasión. Julia Losantos, al frente de Doña Felisa —bodega familiar de Ronda con más de cuatro décadas de historia— pertenece sin duda al segundo grupo. En su forma de comprender el vino hay una idea de origen que lo gobierna todo. Para ella, un tinto perfecto nace en la viña, en ese diálogo lento entre suelo, clima y equilibrio vegetal. «El vino tinto perfecto no es solo una cuestión de sabor: es el resultado de una filosofía, un terruño y un trabajo minucioso en cada etapa. Se gesta a partir de unas viñas equilibradas, un suelo con personalidad y uvas vendimiadas en su punto exacto. Una elaboración respetuosa y controlada, con intervención mínima, priorizando la finura sobre la potencia, dejando que la uva hable».

Para Julia, la perfección del tinto es honestidad: que cuente la historia de su origen, su altura, su clima, su terruño. Y esa honestidad se expresa también en parámetros muy concretos que definen su forma de trabajar: rendimientos controlados de 3.000–4.000 kg/ha, maceraciones prefermentativas en frío, fermentaciones a temperaturas bajas, extracciones suaves, barricas de grano fino y tostado medio, y botella suficiente para afinar sin esconder. «En cata, debe ser aromático, limpio, brillante, con fruta dominante y complejidad de especias y balsámicos. En boca, sedoso, con acidez viva, alcohol integrado y un final persistente», resume. Pero, sobre todo, para Julia un vino tinto perfecto debe emocionar.

Alberto Sánchez (Fino Bar): el vino se acaba sin darse cuenta
Muy distinto en el tono, aunque sorprendentemente cercano en el fondo, es el pensamiento de Alberto Sánchez, socio-fundador, director de sala y sumiller de Fino Bar, uno de los restaurantes más interesantes de Alcalá de Henares. Formado en casas de la talla de Azurmendi (tres estrellas Michelin), del desaparecido Santceloni —eterno dos estrellas madrileño— y del Casino de Alcalá, atesora hoy una bodega de alrededor de 115 referencias, casi todas nacionales, seleccionadas con criterio y afinadas con oficio.

Para él, hablar del tinto perfecto es casi una contradicción, porque el vino no es un examen ni una pieza de museo, sino un gesto cultural que se adapta al momento, a la compañía y al estado de ánimo. «El vino perfecto no es el más complejo ni el más caro. Es el que te invita a beber; el que tras el primer sorbo provoca el segundo sin necesidad de pensar».
Alberto busca textura sedosa, una madera afinada que nunca domina y una fruta presente sin sobremadurez. Habla de equilibrio más que de potencia y rehúye, con la firmeza de quien conoce el servicio desde dentro, cualquier rastro de astringencia agresiva. Para él, la auténtica cualidad que distingue a un gran tinto es la persistencia, ese final que sigue hablando cuando la conversación ya ha bajado la voz. Insiste en que el vino perfecto es aquel que se acaba sin que nadie repare en ello, no por falta de atención, sino porque ha cumplido su misión: acompañar, sostener y generar placer sin imponerse. Para brindar en este día tan simbólico, recomienda Clio, de Bodegas Juan Gil: un tinto mediterráneo con músculo y sensualidad, mezcla de monastrell y cabernet sauvignon, que para él resume a la perfección ese equilibrio entre carácter y amabilidad.
Mario Ayllón (Berria): el vino que tiene sentido

El tercer invitado a esta conversación líquida es Mario Ayllón, sumiller jefe de Berria, uno de los templos vinícolas más apasionantes de Madrid. Tras consagrarse como Mejor Sumiller de Galicia 2023, superar el nivel 3 del WSET y curtirse en salas tan exigentes como Mugaritz, dirige hoy una de las cavas más impresionantes del país: más de 3.000 referencias frente a la Puerta de Alcalá, donde cada botella parece esperar a la persona precisa para contar su historia. Mario pertenece a una generación que ha devuelto al vino la libertad de la interpretación personal. Habla con serenidad y sin dogmas, defendiendo que la perfección no existe y que, en realidad, lo que importa es que un vino tenga sentido. Le interesan los tintos que narran un origen, que explican un clima, que reflejan el carácter de una viña y la mano de quien la trabaja. «Un vino puede ser ligero y casi etéreo, o profundo y estructurado, pero lo esencial es que, al probarlo, entiendas el lugar y te despierte emociones».

Ayllón también reivindica a los inconformistas: «A veces alguien llega y hace algo que nunca se ha hecho en un sitio… y el vino está increíble». En su selección personal destaca Ladredo, un tinto con alma portuguesa y eco atlántico nacido en las laderas del Sil, versátil, sutil y con esa textura amable que invita a seguir bebiendo. Confiesa que, si pudiera abrir una botella ahora mismo, lo haría con Pedro Rodríguez Guímaro, Rodri Méndez y un amigo con el que tiene pendiente un aguardiente. Porque en ese gesto está todo: el vino no es una bebida, sino una conversación que pide tiempo y compañía.
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