Ciudadanos y la soledad del estadista

Ciudadanos y la soledad del estadista

Uno vuelve de unos días de asueto bajo el sol de Levante en un intento infructuoso de mutar el blanco nuclear por un moreno resultón y se encuentra con que ya casi tenemos Gobierno formado. De estar en funciones a estar en ciernes. Al fin, el paciente Rajoy acepta negociar las condiciones que el estajanovista Rivera le pone sobre la mesa, a modo de órdago. Seis medidas de desamor y una canción desesperada. Tócala otra vez, Mariano. Como condición del plácet, Ciudadanos impone dos que supone el veneno del áspid en el cuello de un Rajoy que apura sus últimos tragos de héroe de guerra político: una la limitación de mandatos, de facto el adiós a medio plazo de una forma de hacer política, ‘el marianismo’, y su método particular de manejar los tiempos. La otra, no por solicitada menos necesaria, la creación de una Comisión que investigue la financiación irregular del PP. Mariano está amortizado, pero que no lo amortajen todavía. Entiende la supervivencia como un relato de uno frente a otro, una forma particular de pararse ante la vida. Jardiel definiría esta entente cordiale con Rivera como la sincera unión de dos hombres solos que quieren reventar a un tercero. El tercero es Pedro Sánchez que, despechado porque ha pasado de ser la rubia con la que todos quieren bailar al amigo pesado que acaba bebiendo solo en los after hours. Prefiere agitar toallas en Mojácar a la canícula que mueve el cotarro de Madrid.

En esta España machadiana, pensar en Estado te convierte en sospechoso y presa del francotirador politiqués. Es a lo que Constant se refería cuando defendía el silencio como virtud tras la toma de una decisión clara que conlleve a su vez una actuación importante. Rivera no juega a ser silencioso, sobre todo cuando arma su oratoria de trasuntos churchillianos acerca de la utilidad y la importancia en política. Las hechuras de estadista se comprueban en momentos de batalla entre la moral y el ego, cuando tus intereses y tus principios se desafían por un mismo lugar en el tablero de la posteridad. Dicen que pudo ser vicepresidente con Sánchez si el pacto del abrazo hubiera evolucionado a algo más que al corro de la patata. Ahora se entiende mejor con el PP, porque ya se sabe que el centro es como aquel señor bizco que no sabes si te mira o te desdibuja.

El debate está en si Ciudadanos debe entrar o no en el Gobierno. Tendría que estar. No a petición de golpe en pecho como hizo el camarada Iglesias, sino para exigir esa limpieza que la administración necesita, esos retoques que el país demanda, y para demostrar que no es un partido bisagra, sino un partido capacitado para gestionar asuntos importantes. Rivera ya no es aquel joven mirlo blanco ni la esperanza kennedyana castiza que muchos observaban hace dos años. Ahora es alguien con un relato importante —la comunicación de un partido es la comunicación de su líder, no lo olvidemos— y una meta definida: ocupar Moncloa sin asaltos ni boutades. Desconozco si Albert ha leído a Lampedusa y su defensa del caos necesario para mantener el orden de siempre, pero sé que le gusta nutrirse de discursos de oradores de Estado, aquellos que pusieron a sus naciones en el papel del acuerdo antes que su nombre en el marco de la Historia. Por eso sabe que la política de Gobierno es ante todo una política de consenso. Y quien viene desde atrás puede apretar, pero nunca ahogar al que te debe conceder la clave que abre la puerta de las vanidades. Dirigir carteras importantes vendría a demostrar que tienes la capacidad de ponerte al frente de un país con más necesidades que empeños.

Hay que reconocerle soltura al catalán, alejado ya de la tramontana que en su tierra vuelve loco a romanos cuerdos. Otro en su lugar seguiría impostando sonrisas a pesar de perder ocho escaños. Quizá ha interiorizado ya que la política es más una maratón que correr los 1.500, y él, hombre de agua, emerge y sumerge sus principios en paños de titular calculado. Sabe que una derrota no es más que el primer paso de la futura victoria. Mientras, Podemos rumia su insignificancia momentánea con pataletas tuiteras de niño consentido. Y al PSOE no se le puede esperar. Hace tiempo que no está donde quiere, porque no supo estar donde debe. Los mediocres sólo son valientes ante la soledad del espejo. Siempre acabarán buscando en el reflejo la autoestima que la realidad les niega.

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