Las vacaciones del ministro de Universidades

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A la pregunta de si se iba a tomar unas vacaciones tras el final del curso escolar, el ministro de insaciabilidad laboral contestó: “¡Efectivamente! Estoy agotado de no hacer nada. Tengo que reponer mis camisetas negras, mis gafas para ver de lejos y mis intenciones ocultas. Por tanto, serán unas vacaciones a medias. No trabajaré tanto como durante el curso pero, como ven, tengo mucha tarea por delante”. El periodista continuó su labor: “Señor ministro, y respecto a la reestructuración del gobierno que ha hecho el presidente, ¿qué tiene que decir?”. El ministro dudó si entonar el himno nacional o contestar con una cita de Cervantes pero, como no se sabía ninguna de las dos cosas, dijo: “Haga el favor de retirarse a algún sitio. ¿Me ha movido a mí? Entonces, ¿qué puede importarme eso? Parece usted un reportero de origen obrero”.

El ministro, que iba con un pesado abrigo femenino echado al hombro, siguió andando por la calle con mucha parsimonia. El periodista sabía hacer bien su trabajo, así que continuó obviando la resistencia. “Señor ministro, los estudiantes están muy inquietos por la subida de las notas de acceso a las carreras. ¿Qué opinión tiene sobre esta realidad?”. Con los nervios algo alterados, buscando las llaves, acomodando su cabeza sobre el abrigo de mujer en pleno julio, el sociólogo, cada vez más incómodo, le dijo: “Vamos a ver, soy profesor universitario, soy ministro de Universidades de España, soy filósofo, escritor, ¿usted de verdad cree que yo tengo algo que decir sobre eso? Yo ya cumplí mi expediente, ¡ahora me toca descansar! ¿Qué me puede importar a mí si esa pandilla estudia o no? ¡Yo cobro igual, chaval!”.

El cámara que acompañaba al periodista se golpeó con una farola del shock que le supuso la respuesta del miembro podemita, pero pudo mantener el temple y no hubo daños, de manera que la grabación seguía su curso. Ya quedaba poco para que el ministro accediera a su cueva, la tensión era ascendente. Echándole arrojo al asunto, el joven periodista replicó: “¡Qué escándalo, señor ministro! ¡Tiene razón, al fin y al cabo no es usted más que un anciano!”. Uy, ahí topó con el ego del de la camiseta negra, que se paró en seco. Cogió el abrigo de mujer, mientras al periodista le caían las gotas de sudor por la frente, y le espetó: “Ahora que nos hemos librado de Calvo y Redondo, lo que me faltaba a mí es tener que soportar a bestias como usted que se acercan a mí sin quitarse el sombrero”. El periodista, con toda la ironía del mundo, le suplicó llegando ya al final del trayecto: “Piedad, señor ministro, piedad. ¿Unas gambitas para sembrar la paz? Venga, no se desamine, tampoco lo está haciendo tan mal. Simplemente, no lo está haciendo”.

El Gobierno de Sánchez se deshacía por esas horas. Todo era una tormenta de despropósitos, que ponía de manifiesto la falacia inconsistente que está siendo este período de la política española. Conservar, mantenerse juntos, perpetuar, salvar. Estos verbos no se aplican al país, pero sí a su presidente que, riendo mientras hace su footing matutino por los jardines de Moncloa, y tras haber visto la entrevista callejera de su ministro de Universidades, decía divertido: “¡Qué complicada es la dictadura del proletariado! Tienen todos la actitud de un funcionario, en vez del entusiasmo exacerbado, la grandeza del hombre civilizado. Sólo yo sé bien de eso. Más ministros como Castells necesita España, que se formen necios, vagos, sin base sólida. Eso es lo que de verdad necesita este país”. Un párroco que se acercó por ahí le besó compasivo la cabeza. “Gracias, padre. Quédese a comer. Hoy tenemos carne”.

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