El silencio cómplice a la cabeza del 8M

8M, Podemos, Montero, Pam, Monedero
Paula M. Gonzálvez

Ahí van. Las primeras. Las mujeres a las que los líderes (hombres) colocaron en el escaparate para ser como el escudo de Áyax, pero no el de Áyax Telamonio: protegen a Áyax el Menor arrastrando a Casandra. Un espejo frente a ellas reflejaría la hipocresía más cruel. Son la fiel representación del silencio cómplice que ha querido fotografiarse siempre encabezando el 8M. Verborrágicas que escupen frases como «no es no» como un eslogan más.

Conviven con el elefante en la habitación. Hablan de las fauces de Saturno devorando a su hijo mientras cubren el carro de Medea para darle un salvoconducto con el que llegar al bosque sagrado de Hera.

Son meras sacerdotisas. El azote de los hombres fuera y de las mujeres dentro. Nacieron y crecieron gritando, pero están domadas para enmudecer ante lo que no conviene que resuene más allá del eco de los pasillos.

Ellas han logrado, sigilosamente, aplastar a la masa del 8M mientras encabezan sus manifestaciones con proclamas de guerreras con un enemigo común a batir, el mismo al que veneran en los despachos. Feministas fuera, tan machistas como su adalid dentro.

Han ahogado el único «¡yo si te creo!» que se gritó con sentido, el que una vez hizo rabiar a la calle, sin distinción de géneros, para castigar a una manada por la que dijeron crear una ley que, en última instancia, ha beneficiado a los lobos. Aliviados, son cada vez más los que aúllan fuera de la cueva.

Son culpables, porque sólo una cosa puede doler más a una víctima que el propio ataque de la jauría: el silencio cómplice. Son los que callan los que la aíslan, las que la empujan a la soledad. El abusador la acorrala, el cómplice que guarda silencio la empuja al precipicio. Si existía alguna salida de emergencia, la bloquean. Hacen de la caída algo inevitable.

El acosador inspira miedo y el que mira a otro lado inspira decepción. Mientras, la víctima se flagela con el odio a sí misma. Nadie le tiende la mano, algo debe haber hecho mal, se repite. Empieza el proceso de normalizar lo anormal e interiorizarlo. Estrés postraumático, culpa, ira, depresión… Una de cada 3 personas con depresión decía sentirse sola en 2014. Ahora son muchas más. Cómo no, si ahí van, las primeras, las que callan y dan la espalda cuando prometían deconstruir el heteropatriarcado desde abajo, entonando cánticos de hermandad politizados e interesados.

La hermana a la que decían creer acaba frente al médico. Mientras, ellas siguen enfermando a la sociedad inoculando el odio. Y ponen a mujeres contra hombres, porque son «violadores por naturaleza», hasta que el virus muta y nace una tercera facción, la de la mujer que va contra la mujer. Y esta vez no, lo que digan los demás no está de más.

Ahí están, las primeras, las cómplices silenciosas que encabezan el 8M después de reventarlo desde dentro. Ya, sin careta, siguen gritando y quedan en evidencia: tan feminazis como machirulas. Los extremos no distan tanto.

No permitan que me ría, pese al chiste en el que han convertido la bandera del feminismo. El que calla es tan culpable como el acosador. Para despertar conciencias, primero, hay que tenerla.

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