La semilla del infiltrado: cómo hacer el tonto en un país sin niños

infiltrado
  • Teresa Giménez Barbat
  • Escritora y política. Miembro fundador de Ciutadans de Catalunya, asociación cívica que dio origen al partido político Ciudadanos. Ex eurodiputada por UPyD. Escribo sobre política nacional e internacional.

No tendrá más recorrido el caso del policía infiltrado que se acostó con ocho independentistas. Ocho señoras que tuvieron a bien entablar relaciones sexuales con quien supusieron un colgado con muchos tatuajes que retozaba con ellas no precisamente en hoteles de lujo. Todo fue estupendo mientras creyeron que era, eso, un colgado, un fumeta, un okupa sin oficio ni beneficio. Pero, si en el romance de Lorca resultó que la chica tenía «marío», aquí el paio resultó que tenía un trabajo. Vamos, que estaba en nómina. Y en los Cuerpos y Fuerzas de seguridad del Estado, nada menos.

Y fueron ocho como podrían haber sido treinta. Digamos que el hombre daba lo que daba. Porque mujeres desorientadas y con ganas de marcha, víctimas de toda clase de filosofías o ideologías en cualquier grado de wokeísmo, las hay a porrillo. Mujeres que saben hacer excepciones a todo eso de que la masculinidad es tóxica y de que si son todos unos machirulos. Y el poli ligón lo sabía. Uno de los rasgos que diseñó el infiltrado para su camuflaje fue una bonita musculación. Vamos, que potenció un cuerpo muy viril, y no le fue nada mal. De todo eso, que yo sepa, no se tienen noticias de que se produjeran embarazos, ni de que alguna de las ocho burladas diera a luz, ¡cielos!, a un pequeño españolito. Porque quizá lo peor del asunto no hubiera sido que el padre fuera un okupa presuntamente fumeta y colgado, sino que fuera español y policía.

Pero seguramente no hubo bebés. Algo de sensatez debían de tener y, en términos generales, si hay algo que goce de un descrédito generalizado es la maternidad. Lo grave es que no es una filosofía solamente de la izquierda. La gente no tiene niños. Punto. Lo pueden ver el gráfico que viene debajo:

 

 

Esto es España, tierra de dónde nos llega para el amor (aunque quiera decir sexo) algún que otro policía infiltrado. Pero nada más. Si acaso gente inmigrante que hace niños, básicamente, con otra gente inmigrante. Y así y todo, pocos. Donde primero se nota el invierno demográfico es en la pérdida de niños y jóvenes. El gráfico señala la terrorífica reducción entre 2003 y 2024 de la población nacida en España en esa franja vital para la reproducción, que es la edad que va de 20 a 39 años. Ahí tenemos 4,57 millones menos, casi 36% de caída. En Asturias y Vizcaya, 50% o más. Y, recientemente, un informe del McKinsey Global Institue nos avisa, con gran despliegue de datos, de que la caída de las tasas de fertilidad está llevando a las principales economías al colapso demográfico en este siglo. Dos tercios de la humanidad vive en países con una fertilidad inferior a la tasa de reemplazo de 2,1 hijos por familia. Para 2100, la población de algunas de las principales economías se reducirá entre un 20 y un 50 por ciento, según las proyecciones de las Naciones Unidas.

Estoy segura de que estas independentistas burladas, la mayoría de ellas en edad de tener criaturas y formar familias, están habituadas a disparatadas guerras de sexos, disputas artificiales entre regiones y se embarcarían si pudieran en algún tipo de MeToo si la Justicia les diera pie. Un perfil en el que me encaja perfectamente también una total ignorancia sobre nuestra caída galopante de la natalidad. Un tipo de activista que, aunque se crea «político», jamás ha hecho autocrítica por el atroz fallo de predicción con respecto al crecimiento de la población mundial. Aún deben de seguir hablando del «peligro de la superpoblación» como nos contábamos en los 70 para darnos miedo. Yo le veo poco arreglo al asunto.

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