Las Olimpiadas del placer
Brasil es “carnaval, futebol e fazer o amor”. O sea, juerga, juego y chingar sin parar. De ahí que el mejor periodista paulista, Gilberto Dimenstein, sentencie que: “O Brasil é uma naçâo de espertos que reunidos, formam uma multidâo de idiotas”, como bien se ha podido comprobar en la organización de los Juegos Olímpicos de 2016, que en cuanto dé comienzo el primer evento, pasarán a llamarse las Olimpiadas de Río. Porque para el que no lo sepa, las Olimpiadas sólo son tales mientras los atletas acometen sus pruebas específicas y demuestran en vivo su preparación y su esfuerzo cada año bisiesto. Aclaración que aporto para esos que van de enterados en asuntos deportivos y barajan, indistintamente, como si fuera idéntica cosa, los Juegos Olímpicos y las Olimpiadas.
A estas horas, cuando los competidores extranjeros echan pestes de Zeus porque los grifos sólo vierten ruidos y no pueden darse una ducha fría ni caliente en condiciones, todas las garotas locales, morenas, mulatas y trigueñas se asean en los desagües de las favelas y empiezan a maquillarse para zumbarse al primer turista que vean, incitándole a una sabrosona “brincadeira” —broma sexual—, pues en Río el placer a tope no riñe con la poca higiene. Los Juegos, antes que un certamen atlético, serán una subasta de carne indígena. De día atacará el mosquito tigre (el transmisor del virus Zika, el dengue y el chicungunya, una trilogía de ensueño) y a la noche, las no menos feroces lumis de Botafogo, Copacabana e Ipanema batirán todos los récords imaginables de polvos, entre envenenamientos por el agua podrida de las lagunas olímpicas y de la bahía de Guanabara, y amenazas de bomba en varios hoteles y estadios. Río 2016 se recordará como la Olimpiada más tétrica, chapucera, golfa y lubricada de la historia del COI.
Pero Brasil es un lugar maravilloso. De los países en que viví con mi padre —embajador de España en Río de Janeiro y luego en Brasilia, cuando se trasladó allí la capital— fue el único donde no atisbé un gesto de racismo. Adoran y respetan al español tanto como odian y desprecian al portugués. Les encanta la alegría de nuestro idioma y aborrecen la tristeza del lusitano. Se llevan bien con nosotros por ser distintos y lo razonan: “Los españoles sois como don Quijote y los “brasileiros”, somos como Sancho Panza”. Imposible enfadarse con ellos, que inventaron y les va la “pachorra” —la apatía—. Y al carioca, gentilicio del nacido en Río, no digamos, le resbalan los laureles ajenos. Sólo hay tres cosas que le ponen bruto y ya las dijimos: “Carnaval, futebol e fazer o amor”. La jodienda no tiene enmienda.
Hablar de la corrupción que hay en España comparada con la que en este momento padece Brasil, equivale a comparar el caudal del Ebro con el del Amazonas. Con esto no quiero animar a la peña hispana a que siga robando a destajo. No obstante, un reciente informe de la Universidad de Oxford estima en 4 mil 600 millones de $ el costo final de las malditas Olimpiadas, gastos inflados por un torrente de aterradoras comisiones que se cobran sin que a nadie le tiemble la mano en medio de la peor recesión de Brasil en décadas. Por si poco fuera, dicha cantidad salvaje se ha incrementado, desde el pasado agosto, en 99,3 millones de $, millón abajo, millón arriba. Y encima fallan las luces, no sale el agua, no pegan los esparadrapos y no silban los pitos del equipo arbitral. Ahora, lo que funciona que da gusto son esos tesoros epidérmicos que exhiben las garotas y que embriagan a los que se aprovechan de las obreras del sexo. La loca, remunerada búsqueda del placer ha logrado que los anfitriones se olviden de la ruina en la que se han metido y de la que no hay dios que los saque. O Brasil cansou de ser o “eterno país do futuro”.