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No todos fueron felices: las ‘bodas del año’

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  • Jaime Peñafiel
  • Periodista político y del corazón. Experto en noticias sobre la aristocracia y la familia real. Ex redactor jefe de la revista ¡Hola! y fundador del diario El Independendiente y La Revista. Escribo sobre la Casa Real.

Las bodas son los acontecimientos sociales que más curiosidad despiertan en el personal. Y si es real o casi real, como la reciente del alcalde madrileño con una prima del rey Juan Carlos, para qué les cuento.

Yo, que a lo largo de mi vida profesional he cubierto mas de cincuenta bodas reales, tengo sobrada experiencia para hablar del tema a propósito de la boda madrileña.

Les advierto que no todas las bodas reales han tenido un final feliz; como reconoce Jamina Sabadu en El País, «no todas las bodas que se retransmiten acaban bien». Yo puntualizaría que no todas las bodas, incluidas las reales, incluso en las que los protagonistas son príncipes y princesas futuros reyes, no se libran de separaciones y divorcios.

Los motivos no difieren mucho de los de otras parejas de la alta y baja sociedad: el desamor, el desengaño, el adulterio, la convivencia, el cansancio, la desilusión y, en algunos casos, las consecuencias de la existencia de un amor sin matrimonio, porque desde hacía tiempo la relación se había convertido en un matrimonio sin amor.

Y aquellas uniones reales que por amor han sido, son y serán tan felices y desgraciadas como las del resto de los mortales. ¿Por qué, cuando una princesa o un príncipe deciden unir sus vidas, tienen que decir «hasta que la muerte nos separe» en vez de ser más pragmáticos y decir «hasta que el amor se acabe», por aquello de no tener garantizado el amor eterno?

Con tal motivo, me he tomado la molestia de repasar, una a una, cómo les fue a los protagonistas de aquellas bodas del año, como se las calificaba. Y observo que, desgraciadamente en muchos casos, el obligado final feliz y el sempiterno «vivieron felices», no siempre duró «hasta que la muerte los separe». Y siempre tan sólo mientras hubo amor. Y ya se sabe lo vulnerable que es este sentimiento.

Don Juan Carlos y el divorcio

En el año 1973, en el transcurso de un viaje oficial al extranjero siendo don Juan Carlos todavía Príncipe de España, nos manifestó a un grupo de periodistas que le acompañábamos en el avión que era partidario del divorcio, porque «el matrimonio solo tiene razón de ser mientras lo sustenta el amor».

¿Quién iba a pensar entonces que, años después, lo que decía lo experimentaría en su propia vida, ya que, como le reconoció a la periodista francesa de Point de Vue, «yo tendría que haberme casado con la princesa María Gabriela de Saboya»? Claro que ésta, cuando conoció sus declaraciones puntualizó: «Yo no soy como Sofía. No le hubiera permitido ni una frivolidad. Le hubiera cortado el cuello».

Por ello, de todas las bodas que fui testigo y acabaron mal, la que más me interesó, por razones obvias, fue la de Juan Carlos y Sofía que, el 15 de mayo de 1962, se casaban en Atenas, boda de la que fui testigo y hoy están separados, que no divorciados, desde hace muchos, demasiados años. Como ya he comentado en alguna ocasión, no fue una boda de amor sino una componenda de la reina Federica, la gran celestina real, tras fracasar su intención de casar a su hija con el heredero Harald de Noruega.

El récord británico

Los resultados de esta frivolidad de «casarse por amor» son que un alto porcentaje de estas bodas reales han acabado en divorcio. El récord lo ostenta la Casa Real Británica, con cuatro divorcios de cinco matrimonios; la de Mónaco, con dos de tres: Carolina de Mónaco y Junot y Estefanía de varias de sus bodas; la de Suecia, con tres de cuatro. Eso sin contar a la casa francesa de los Orleans, con seis de diez, donde hasta el anciano padre se divorció; y la de los Países Bajos, con dos de cuatro y la española con once de dieciocho.

Y los más sonados divorcios, los hijos y la hermana de la reina Isabel II de Inglaterra: Margarita de Tony Armstrong-Jones; Ana de Mark Phillips; Andrés de Sarah Fergusson, pero, sobre todo, la más mediática del siglo: Carlos y Diana, el 29 de julio de 1981, un ¿apasionado? romance casi irreal en un mundo de duras realidades. Nada hacía sospechar que aquella boda terminaría en separación. Fue una tragedia de dos vidas condenadas a representar un papel por razones de Estado, cuando en realidad se trataba de un hombre y una mujer que habían dejado de amarse. Era el matrimonio del siglo que se preparaba desde ese día para ser los reyes de Inglaterra. Y aunque nunca se contempló la posibilidad de divorcio, a finales de 1995, la reina Isabel lo abordó para salvar el prestigio de la Corona. Desde ese día, lo que se creyó era un matrimonio por amor, en el mejor de los casos, sería un matrimonio de Estado que habría podido durar «hasta que la muerte nos separe». Pero ni Carlos ni Diana estaban ya por continuar con la farsa de sacrificarse por la Corona, cuando en realidad se trataba de un hombre y una mujer que habían dejado de amarse. Como las infantas Elena y Jaime Marichalar y Cristina e Iñaki Urdangarin.

Resumiendo, una triste realidad: Una mujer o un hombre que ya no ama, aunque sea príncipe, princesa o infanta, olvida de esa mujer o de ese hombre hasta los favores que de él o ella ha recibido.

En otros casos, vivir a la sombra de alguno o algunas, no les resulta fácil. Y mucho menos ser tan sólo un esperma depositado en la vagina principesca o real por aquello de perpetuar la dinastía de las casas reales.

Chsss…

Gratuito el ataque fuera de línea de ese cortesano apellidado Álvarez contra el Rey Juan Carlos (si, el Rey) enfrentándolo a la inefable Letizia que «sólo ella sabe leer cómo soplan los vientos». Corta y navega, muchacho.

Pronto empezamos a viajar hasta con cuatro escoltas. Y lo ha hecho a Nueva York para visitar a un amigo.

Estimado Martín: el hombre de confianza en cuyo brazo se apoyó el Rey Juan Carlos (sí, el rey) para subir los escalones de la iglesia de los Jesuitas de Serrano, es nada menos que un coronel de la Guardia Civil.

Dos invitadas a la boda del año coincidieron llevando, si no el mismo modelo de Carolina Herrera, sí con el mismo tejido estampado.

El compañero ha demandado al periódico que «ha sido mi casa durante casi cincuenta años». Uno que conozco muy bien también debía haber procedido en contra del manso de su director por lo mismo, en este caso treinta años.

¡Qué ridícula y patética que es! Ahora no sólo presume de culo sino también de avión privado.

Soy profesional de larguísima trayectoria, pero confieso que no conozco ni he oído hablar jamás ¡hasta ahora! de ese tal Broncano. ¡Lo siento muchacho, no estoy al loro!

Triste y lamentable su imagen observando desde la ultratumba la manipulación de los huesos de las víctimas del franquismo y de las que no lo eran, en Cuelgamuros.

Mejor que un laboratorio forense donde se manipulan los restos mortales ante la presencia del psicópata, y si yo tuviera un familiar entre ellos, preferiría una incineración. ¡Más respeto y menos cámaras!

«Nada como Franco para conjurar las maldiciones sobre un socialista en apuros», como escribe Carlos.

«Los Ceausescu», les llama con razón Jesús Cacho.

He conocido y tratado a las seis primeras damas españolas. Desde Amparo, todas. Pero ninguna tan desvergonzada, provocadora y cínica como la última. Con su melena al viento, se ríe de los españoles.

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