Nada es gratis
En la vida, no hay nada gratis. Por tanto, en las promesas de cualquier político, tampoco. Es muy habitual, incluso diría que de manera permanente, que un político prometa una actuación tras otra de gasto, cuando lo que realmente está haciendo es administrar los recursos que se expropian a los contribuyentes de manera coercitiva a través de los impuestos. Nadie duda de que hay una parte de bienes esenciales, que doten a la sociedad de igualdad de oportunidades, que tienen que ser provistos por el sector público, para lo que hacen falta recursos, que han de salir de impuestos.
Ahora bien, una cosa es eso, algo muy delimitado, y otra cosa es que esos límites se hayan derribado y el avance del gasto público y, con ello, de los impuestos, sea cada vez más profundo.
Nada es gratis, repito. Deberíamos tenerlo muy presente cuando Sánchez ofrece los abonos de Cercanías de Renfe de manera «gratuita» o cuando pasa a aplicar la misma medida a los trenes de larga distancia. No, no es gratis, sino que lo paga el contribuyente. ¿Y es efectivo? De manera muy dudosa. Los usuarios que cogen el tren, como el conjunto de ciudadanos, necesitan que la inflación se frene y disminuya, no que se dificulte su reducción con políticas que impulsan artificialmente la demanda con el gasto. Esas mismas personas que no tienen que pagar por su billete de tren, que en muchos casos son rentas bajas, son las que más sufren la inflación, al dedicar casi toda su renta al consumo, de manera que una subida de precios de los bienes de consumo les afecta más sobre su renta total, al igual que constituye un elemento regresivo, pues los impuestos adicionales originados por la inflación que pagan sobre el conjunto de sus ingresos representan un mayor porcentaje en su caso que en el de las rentas altas.
Como «la gratuidad» del abono ferroviario aumenta el gasto y éste tensa la demanda y dificulta la disminución de la inflación, lo que estas personas perderán por la subida de precios es mayor que lo que ganarán por «la gratuidad» del billete, a lo que hay que añadir la merma que sufrirán por la subida de tipos de interés que hay que adoptar para reducir la inflación.
La solución no es no cobrar el precio de un billete, sino realizar reformas que incrementen la renta disponible de los ciudadanos de manera real, por ejemplo, con bajada de impuestos, reducción del gasto y reformas que dinamicen la economía. Las subvenciones como las del billete de tren empeoran la renta disponible de los ciudadanos, ya que la merma que su mal provoca en la renta de los ciudadanos es mayor que la ganancia por no pagar el billete de transporte. Lo único que genera «la gratuidad» es más gasto, pues a precio cero la demanda es infinita: no hay nada como comprobar cómo se emplea ahora, por ejemplo, el tren para viajar de Recoletos a Nuevos Ministerios, o cómo montaban más personas en autobús porque ese día no cobraban el precio del billete.
Mientras se hace eso, se empobrece a los ciudadanos, se distraen recursos para lo esencial y se aplica una política regresiva, pues habrá muchas personas de escasos recursos que no utilicen esos medios de transporte que, con sus impuestos, están transfiriendo renta a cualquiera que los coja, de manera que puede darse el caso de que se transfiera renta de las rentas bajas a las medias y altas, igual que con la subvención de la gasolina, igual que con cualquier subvención e intervencionismo del mercado.
Nada es gratis: los ciudadanos lo pagan previamente con impuestos y luego vuelven a pagarlo por las distorsiones que el intervencionismo genera en la economía, aunque se vista como algo agradable y bondadoso, cuando su contenido no es más que electoralista y dañino para la economía y para todos los agentes económicos, especialmente para los más vulnerables.