Miércoles de Ceniza en la Feria ARCO

ARCO, Belarra
  • Pedro Corral
  • Escritor, investigador de la Guerra Civil y periodista. Ex asesor de asuntos culturales en el gabinete de presidencia durante la última legislatura de José María Aznar. Actual diputado en la Asamblea de Madrid. Escribo sobre política y cultura.

El pintor surrealista Eugenio Granell, que en su exilio dominicano trabó una estrecha amistad con André Breton, padre de aquel movimiento vanguardista, me sorprendió en una entrevista en su casa de Madrid con un comentario sobre la edad que llevaba cumplida propio del surrealismo.

Es una pena que la diputada Ione Belarra, que recientemente le espetó a Mariano Rajoy que los gallegos no tenían gracia, no hubiera conocido a este antiguo militante del POUM, coruñés por más señas, perseguido por los comunistas hasta cuando quiso embarcar en Francia con destino a América para huir de los nazis alemanes.

El sentido de la vida de Granell iba más allá de lo que Belarra quizá pueda entender como humor. Me lo demostró en aquel encuentro en que alabé las estupendas condiciones que conservaba a su edad.

-Sí, estoy bien, pero mi problema es que soy gallego -me dijo el pintor.

-Y eso, ¿por qué es un problema? -le pregunté ante su extraño giro.

-Es que los gallegos al final nos morimos todos -sentenció con una ancha sonrisa en su rostro afilado por las nostalgias.

En los espacios dedicados en la reciente Feria ARCO a la Amazonía me pareció descubrir la sombra de Eugenio Granell, de sus totémicas figuras, de sus cantos a las primitivas conexiones del hombre con la naturaleza virgen. Pero, sobre todo, aquella afirmación suya memorable sobre la efímera condición de los gallegos, trasunto de la humanidad entera, la que es graciosa y la que no, recobraba el sentido literal de la sentencia latina memento mori (recuerda que morirás). Sentencia que se alzaba ante mí como santo y seña de la jornada de inauguración de la madrileña feria de arte contemporáneo. No en vano, la apertura coincidió este año en un Miércoles de Ceniza.

Ceniza la de los incendios en el Amazonas de los últimos años, los peores en décadas. Ceniza también la de los recuerdos de tantas ediciones de ARCO, más de cuarenta, algunas de ellas vividas intensamente desde el momento en que empezaban a extenderse las moquetas o montarse los espacios de las galerías, hasta las horas posteriores al cierre, en que hacían balance los artistas y los galeristas de cómo les había ido la feria.

Aquellos eran los tiempos de mi dedicación a las páginas sobre la actualidad de las artes plásticas del Abc Cultural, nacido del mejor suplemento literario que haya tenido nunca la prensa española, creación del más literario de los directores de periódicos del último siglo: el académico Luis María Anson.

Con Anson tuve hace poco una apasionante conversación sobre la figura de Juan Ramírez de Lucas, que escribía sobre arte y arquitectura en nuestras páginas. Me produce una emoción cálida pensar las veces que estuve hablando de lo divino y de lo humano con Juan, sin saber que había sido el último amante de Federico García Lorca, secreto que mantuvo celosamente guardado toda su vida y que sólo contó a algunos familiares muy cercanos… y a Anson, quien lo conservó lealmente hasta varios años después de la muerte del crítico de arte en 2010.

Veo ahora en mi memoria al elegante Ramírez de Lucas por los pasillos de ARCO y no puedo sino recordar aquellos dibujos obsesivos de José Caballero, colaborador de García Lorca en los escenarios y figurines de La Barraca, en que retrata la secuencia de la caída del poeta a tierra al ser acribillado por una colmena de fusiles. Imagen sublimada después en esos universos de rojo ardiente que Caballero exploró en su viaje a la abstracción, que tan bien ha estudiado Marian Madrigal Neira en su libro dedicado al pintor, La memoria no es nostalgia.

Rojo ardiente también es el del laberinto de líneas geométricas que parecen vibrar de vida en el lienzo de Pablo Palazuelo que recibía al visitante en la galería Elvira González. Otro artista gigante, también por altura, que conversaba con timidez, como temeroso de revelar secretos cabalísticos sobre los engranajes ocultos que sostienen la armonía del mundo. Lo conocí en la galería de Soledad Lorenzo, nombre imprescindible en las rutas del descubrimiento del arte contemporáneo en España, como los de Juana Mordó, Juana de Aizpuru, Helga de Alvear o la citada Elvira González.

La obra de Palazuelo se me antoja como un mapa para adentrarse en lo trascendente, como es la de Antoni Tàpies, que volvió a estar omnipresente en ARCO. Alguna vez escribí que la obra de Tàpies es una continua recreación de las habitaciones en que padeció de joven su larga convalecencia por la tuberculosis. Tres años de enfermedad que le marcaron el camino del arte y que marcaron también su obra.

Las paredes opresivas arañadas mentalmente por la ansiedad, los crucifijos como un signo de esperanza o de muerte, las camas vertiginosamente inclinadas como en un delirio febril, las sábanas revueltas de desesperación, las sillas vacías que esperan a quien traiga consuelo… Aquel agitado mundo de quien busca sentido a su sufrimiento es el que el joven Tàpies reprodujo como un continuo interrogante en sus lienzos.

Interrogantes a lo desconocido son también las creaciones de Eduardo Chillida, otro clásico en ARCO cuya colosal personalidad artística ha remontado su alto vuelo con la reapertura de su imprescindible museo en Hernani, el Chillida-Leku, y el más reciente documental Ciento volando, de Arantxa Aguirre.

Son muchos los recuerdos que tengo del escultor, pero me quedo con el de la última vuelta del camino, con su inseparable Pilar Belzunce en el jardín de su museo, intentando esculpir una manzana que se resistía a la presión de sus fuertes dedos como si el universo quisiera proteger en ella su secreto inaprensible.

El secreto del universo está también cifrado en la llama de una vela de Cristino de Vera, con su luz mística reverberando más allá de sus cuadros en el espacio de la galería Leandro Navarro. A su lado estaban las telas metálicas de Manuel Rivera, entretejidas de misterios, atrapando los deseos de los paseantes y envolviéndolos para la eternidad.

He paseado por ARCO este año acompañado de todas las sombras de quienes iluminaron mi camino y que hoy siguen caminando junto a mí. Desde el más reciente en despedirse, Fernando Huici, un crítico con un conocimiento y una sensibilidad excepcionales, a los sabios Julián Gállego y Antonio Bonet Correa, los poetas Adolfo Castaño y Javier Rubio, y los también inolvidables Rafael Santos Torroella y Arnau Puig, que son parte fundamental de nuestra reciente historia del arte.

Ahora, cuando termino de escribir, me viene la imagen del estudio del escultor Julio López Hernández, poblado de figuras que parecían esperar a que les diera el definitivo soplo de la vida. Encuentro un retazo de la conversación que mantuvimos entonces, hace treinta años. Julio me hablaba de que la escultura, en la tradición figurativa, era la que representaba a aquellos dioses o seres que presidían la existencia por encima del hombre, «porque es la única capaz de reencarnar en materia la presencia divina».

Creo que es una precisa definición del sentido del arte que en la visita a ARCO en este último Miércoles de Ceniza me fue saliendo al paso. Porque el milagro de la creación es una suerte de mecanismo de vasos comunicantes entre lo invisible y lo visible, una puerta abierta siempre por donde cruzan lo inmaterial y lo material, como si habitaran con naturalidad en un mismo espacio los vivos y los muertos.

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