Margarita Robles se desnuda sin pudor
Toda esta historia, la de la aversión de los socialistas a la independencia del poder judicial viene de antiguo. Viene de la época de la mayoría absoluta de los 202 diputados que consiguió Felipe González en 1982 y de cuando su número dos Alfonso Guerra dijo aquello de que para transformar el país había que desembarazarse de la Magistratura, que en su opinión más que aplicar la ley y ejercer de freno de contención del poder ejecutivo era desagradablemente conservadora y por tanto un obstáculo para cambiar España a fin de que no la conociera ni la madre que la parió. Nada muy distinto de la tarea de desempedrar que propuso el extinto Ábalos con el Tribunal de Cuentas sobre el latrocinio de los delincuentes catalanes.
El primer desafío crucial que tuvo que afrontar el primer gobierno socialista de la democracia fue el veredicto del Tribunal Constitucional sobre la expropiación de Rumasa, a la que dio el visto bueno después de la presión insoportable que ejerció Alfonso Guerra sobre el entonces presidente Manuel García Pelayo, un gran jurista y persona de bien, que finalmente cedió y con su voto de calidad permitió blanquear el atropello. Hasta tal punto fue el cargo de conciencia de García Pelayo por haber claudicado ante el acoso inmisericorde al que fue sometido que se exilió a Venezuela y allí murió, quizá probablemente de pena.
El escritor Henry Miller dijo en su momento que toda la gente de pueblo, entre la que me encuentro, tiene un trocito de mierda pegado al zapato. En lo que a mí respecta, lo acepto con resignación cristiana. Pero yo elevaría el punto de mira, y diría que todos los socialistas, sin excepción, tienen un trocito de mierda pegado al zapato que acaba apareciendo con el tiempo. La última que se ha comportado de acuerdo con este canon ha sido Margarita Robles, a la que gran parte de la opinión pública, y la derecha -qué pena que siempre se equivoque en estas cuestiones- venía considerando como la ministra más respetable de este gabinete nauseabundo.
Pues bien, la señora Robles, que, a diferencia de los iletrados que la acompañan en el Gobierno, tiene un currículum insuperable, que fue la número uno de la oposición a juez, que ha sido magistrada del Tribunal Supremo, y después secretaria de Estado de Interior cuando Felipe González decidió crear el inaudito Ministerio de Interior y de Justicia al mando de Juan Alberto Belloch en ese momento en que pensó que la nación era su corral, y que podía poner al frente del mismo Departamento al policía que persigue el delito y al funcionario que debe vigilarlo para que se ajuste a la ley, pues esta señora, digo, es la que ha proferido la mayor diatriba imaginable contra la decisión del Tribunal Constitucional de invalidar el estado de alarma para combatir la pandemia. Diciendo eso de que la sentencia “es una elucubración doctrinal” que falta al sentido de Estado.
Que la señora Robles haya salido indemne de la escabechina practicada por Sánchez con el cambio de Gobierno no es casual, y esto quizá explique su manifestación febril con motivo del fiasco judicial. Regino García-Badell ha dado argumentos de peso para considerar a la ministra la pieza clave en la conquista de La Moncloa por Sánchez. No fue tanto el defenestrado Iván Redondo el que provocó el cambio de cromos, como se ha dado por bueno hasta la fecha. La que lo propició fue Robles, amiga y con predicamento sobre el juez José Ricardo De Prada, que es el que escribió aquella frase en la sentencia sobre el ‘caso Gürtell’ que, debidamente manipulada, permitió deducir que el PP era un partido corrupto -luego finalmente absuelto por el Tribunal Supremo-, y que fue el pretexto que logró reunir una mayoría alternativa para liquidar a Rajoy, tomando güisquis el día de autos, ajeno o ya resignado a lo que se le venía encima.
A pesar de su bagaje indiscutible, está completamente persuadida de que la Justicia es un instrumento de poder al servicio del Gobierno en el que participa; y en cuanto ha visto amenazada esa manera de contemplar la política de Estado ha reaccionado de manera visceral, sin reparar en que sus manifestaciones suponen un ataque devastador a la Constitución, y a su máximo intérprete, que es el Tribunal de última instancia, cuyo único sentido de Estado posible es cumplir con la ley.
Y lo ha hecho porque la sentencia del Tribunal, en el que no cabe hablar, como el Ejecutivo está intentando, de servidumbres políticas, porque hay magistrados elegidos de un lado y de otro del espectro político que han votado lo contrario de lo que cabía esperar de ellos -en atención a su prurito profesional y el amor al Derecho-, ha causado un enorme daño al Gobierno. Ha sido un suceso inoportuno y doloroso. Sánchez pensaba que con el cambio de lacayos en el Ejecutivo había conseguido dar un golpe de efecto, desembarazarse de los lastres del pasado y abrir el camino hacia una nueva etapa.
Desde este punto de vista, la sentencia de inconstitucionalidad del estado de alarma ha sido una suerte de tragedia, y los argumentos de Robles, que son los que provocan más escarnio, o los de la nueva ministra de Justicia hablando de los presuntos 450.000 muertos que evitó la alarma, cuando todavía han sido incapaces de reconocer los que causó, nos han devuelto en segundos al tono de indigencia intelectual que acompaña a Sánchez y sus secuaces, antes y ahora, y del que es difícil que pueda salir por mucho que se empeñe Bolaños, el nuevo buda al que la prensa adicta y comprada ya empieza a adorar sin recato como ministro de la Presidencia.
Aunque Felipe González fue el primero que asedió al poder judicial, y que su eventual independencia de criterio se le hacía muy cuesta arriba, o que Zapatero después ha hecho lo posible para malversar la honestidad de la Magistratura, nunca hasta Sánchez se habían sobrepasado tan gravemente los límites promoviendo tal nivel de degradación institucional: injuriando al Tribunal Supremo a cuenta de los indultos, al Consejo del Poder Judicial a fin de lograr su sometimiento, al Tribunal de Cuentas para despejar la infamia que se quiere perpetrar en Cataluña, y ahora con el Constitucional, cuya sentencia denuncia con razón el propósito totalitario de gobernar al margen del Parlamento, a través de decretos leyes arbitrarios, la mayoría de ellos sin nada que ver con la pandemia.
Nunca la libertad ni la separación de poderes había estado tan amenazada como ahora. Pero no por los insensatos de Podemos, de los que ya sabemos lo poco que hemos de esperar, sino por aquellos como Margarita Robles que hasta hace poco encabezaba el ranking de prestigio y de buenos modos. Hoy sabemos que no es así. Claro que la señora Robles detesta a Grande-Marlaska, claro que no soporta a Ione Belarra y a los ‘kale-borroka’ del Gabinete, o quizá que no se soporta ni a sí misma después del papelón que ha hecho, desnudándose sin pudor. Igual que Nadia Calviño negándose a hablar de la dictadura cubana.
Pero así son todos los miembros y ‘miembras’ del Gobierno. Los que continúan después de la escabechina son como Robles. Supongo que los más inteligentes, entre los que se encuentra Margarita, están persuadidos de que Sánchez también los sacrificará, llegado el momento, sin clase alguna de contemplación.