Un funeral para la eternidad
Ha concluido esa especie de túnel del tiempo durante el que una parte no menor de la población del planeta ha seguido con atención, respeto y cierta incredulidad, el extraordinario ceremonial adoptado con ocasión del fallecimiento de la reina más longeva de la Historia. Los criterios y opiniones convencionales no pueden explicar en su plenitud que se haya podido mantener esa tensión informativa a lo largo de nada menos que 11 días. Ello por el contraste entre ese protocolo y los valores de la sociedad woke, destacando entre ellos el del actual concepto de la egalité, la «igualdad» de la revolución francesa, que acabó con el antiguo régimen y la monarquía absoluta encarnada precisamente en el monarca de Francia que pudo afirmar que «l’etat c’est moi», que «el Estado era él», sin que nadie osara contradecirle, porque además, era cierto.
La indumentaria de los privilegiados invitados al funeral celebrado en la Abadía de Westminster ha sido un reflejo de ese mundo que, de alguna manera, también se entierra con los restos de Isabel II en la Capilla de San Jorge del Castillo de Windsor, con el colorido de los uniformes de gala luciendo sobre ellos sus condecoraciones. Es muy difícil que una ceremonia así pueda volver a verse en el mundo, ya que en el Reino Unido no se repetirá, lo que la convierte en absolutamente única en la historia. La singular coincidencia del relevo de Boris Johnson como primer ministro por Liz Truss con el de la sucesión en la Corona de Isabel II por el eterno Príncipe de Gales, ahora Carlos III, pone de relieve una llamativa desigualdad entre el interés hacia quien asume la máxima autoridad como gobernante votado por el pueblo, y quien «reina, aunque no gobierne». Es otro de los signos que definen y distinguen a la monarquía como forma de Estado, respecto de cualquier otra modalidad de gobierno. Aunque también entre las monarquías, la británica es singular. La revolución de 1789 entronizó en el altar mayor de la catedral de Notre Dame en Paris, a una joven como la «diosa razón», pero olvidaron que «el corazón tiene razones que la razón no entiende», que equivale a recordar que el hombre es cuerpo pero también, espíritu y alma.
Así Francia, la nación republicana y laica por excelencia, no oculta una cierta añoranza por aquel boato versallesco que ejercía una especial fascinación que no logra emular el Elíseo que desde De Gaulle parece desear convertir su V República en una «república coronada». Sana envidia y admiración suscita esa autoestima del pueblo británico por sus raíces y su historia, que encuentran en su monarquía la máxima concreción. Es evidente que «no puede amarse lo que no se conoce, y sólo se defiende lo que se ama», y los ciudadanos del Reino Unido han evidenciado una vez más el amor a la institución que encarna su identidad histórica y nacional. Ahora se abre una nueva etapa con la salida de este túnel del tiempo y volvemos a la normal actualidad del presente, abriendo el debate entre nosotros sobre la incómoda situación de Don Juan Carlos como Rey emérito de España, autoexiliado en Abu Dabi.
El funeral de Isabel II incide en esa situación con su edad de trasfondo. Sin establecer comparaciones siempre odiosas, y más en este caso, es llamativo el entusiasmo de nuestro Gobierno por los indultos y beneficios hacia condenados por delitos de terrorismo y por graves atentados contra la Constitución gracias a los que gobierna, y la dureza y falta de respeto hacia quien no ha sido ni encausado ni juzgado ni condenado por ningún delito. Siendo consciente de que la monarquía debe reinar sobre todo desde el ejemplo, y que la ejemplaridad en el desempeño de su alta magistratura es la que se gana su auctoritas -que no su potestas- prolongar la actual situación no es bueno para la Corona, que es lo mismo que decir para España. Es así, porque la alternativa a dicha Institución es una III República síntesis de las dos lamentables y desgraciadas anteriores, por lo que su pena de telediario debería acabar ya y darle una postrera oportunidad. Por el bien de España.